Señor, en el silencio de este día que comienza, vengo a pedirte la paz, la prudencia, la fuerza.
Hoy quiero mirar el mundo con ojos llenos de amor, ser paciente, comprensivo, dulce y prudente.
Ver por encima de las apariencias, a tus hijos como Tú mismo los ves, y así no ver más que el bien en cada uno de ellos.
Cierra mis oídos a toda calumnia, guarda mi lengua de toda maldad, que sólo los pensamientos caritativos permanezcan en mi espíritu, que sea benévolo y alegre, que todos los que se acerquen a mí sientan su presencia.
Revísteme de Ti, Señor, y que a lo largo de este día yo te irradie.
Dios, Padre nuestro, concédenos a tus hijos: pastores firmes en la fe para difundir tu verdad; sacerdotes de manos inocentes después de sus obras; presbíteros con un corazón puro que no pronuncia mentira; responsables capaces de servir y de suscitar iniciativas; líderes determinados a convencer más que a vencer; maestros dedicados al bien común y no al suyo propio; jefes libres de protagonismo y atentos a tu Reino; autoridades animosas a la hora de romper surcos de costumbres; guías fuertes a la hora de afrontar riesgos, juicios, infidelidades, soledad. En pocas palabras: no «Prometeos», sino personas que se esfuerzan en dar testimonio de ti y en representarte..
No me importa, Señor, presentarte la cuenta, como si tú debieras pagarme por lo que hago por ti. Tú me has dado todo, todo lo he recibido de ti: mi existencia no es más que un restituirte el don. Soy alguien a quien no se le debe nada.
Sólo te pido, Señor, que no desaparezca en mí la certeza de estar ya contigo en esa vida que durará para siempre, para la cual la muerte no es más que un terrible paso. Refuerza mi fe en esa eternidad de amor que ya saboreo ahora en cada chispa de amor humano. Demasiadas veces, hoy, me apremian cerrando los confines de la existencia en este mundo, en una autocondena a una vida que ya es muerte.
Creo, Señor, que del mismo modo que ahora me despierto por la mañana, resucitaré un día en tu aurora. No será un premio que me debas: será el rebosar definitivo de tu misericordia.
La ley del Señor es perfecta, reconforta el alma; el testimonio del Señor es verdadero, da sabiduría al simple. Los preceptos del Señor son rectos, alegran el corazón; los mandamientos del Señor son claros, iluminan los ojos. Señor, tú tienes palabras de vida eterna.
Oh Padre, te damos gracias por habernos llamado a construir tu Reino: a cada uno de nosotros le has con- Hado una tarea, según sus capacidades. Sólo nos pides una cosa, no permanecer inertes, no dejarnos vencer por el desánimo y por la desconfianza. ¿Para qué esforzarse tanto, si no sirve para nada?, parecen decir muchos cristianos de hoy, confundidos entre la masa de los que se dejan vivir y piden a los otros que se encarguen de la tarea de construir la sociedad.
Tú, en cambio, Señor, nos quieres activos, dispuestos a arriesgar en primera persona en tu lugar, por ti, como los siervos de la parábola que recibieron el mandato de su señor. Sí, porque tú has sido capaz, has querido arriesgar; te pusiste en juego cuando decidiste nacer del seno de una mujer y no te echaste atrás frente al desprecio y a la muerte: hiciste tu parte como hombre, en esta tierra, en tu tiempo. Ahora nos toca a nosotros, para que tu nombre sea glorificado para siempre entre los hombres. Amen