Sobre la tarde caía un azul diferente. Un azul de otro tiempo y de otros vientos. La sangre también corría de forma inusitada.
Un aire extraño anunciaba una noticia que se había reafirmado con el paso del tiempo en una ficción, en un lugar inalcanzable.
Seguramente aquel escenario seguirá siendo inalcanzable mientras nosotros como individuos no comprendamos que poseemos
una responsabilidad civil con la historia y con el progreso que todos anhelan en pro de una sociedad tolerante y democrática.
Esa tarde, irreconocible, del lunes 26 de septiembre de 2016, el entonces presidente Juan Manuel Santos le hablaría al mundo desde
Cartagena de Indias para confirmar que se había cerrado, después de cincuenta años e innumerables
intentos fallidos, un proceso de paz con la guerrilla de las Farc.
“Gabo —el gran ausente en este día—, que fue artífice en la sombra de muchos intentos y procesos de paz, no alcanzó a estar acá
para vivir este momento, en su Cartagena querida, donde reposan sus cenizas. Pero debe estar feliz, viendo volar
sus mariposas amarillas en la Colombia que él soñó, nuestra Colombia que alcanza, por fin, como él dijo… “una segunda
oportunidad sobre la tierra”, afirmó Santos en su discurso lleno de júbilo y esperanza, de una esperanza inocente que
embargó a un puñado de personas que aún busca defender un paso agigantado hacia la terminación de la violencia.
“Redimir y privilegiar nuestro poder creativo como una riqueza natural, invaluable y despilfarrada, debe ser la llave maestra
para rescatar a Colombia de su propio infierno. Ya es hora de entender que este desastre cultural no se remedia ni
con plomo ni con plata, sino con una educación para la paz, construida con amor sobre los escombros de
un país enardecido en el que nos levantamos temprano para seguir matándonos los unos a los otros.
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Una educación inconforme y reflexiva que nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se parezca más
a la que merecemos. Que nos oriente desde la cuna en la identificación temprana de las vocaciones y las aptitudes congénitas
para poder hacer toda la vida solo lo que nos guste, que es la receta mágica de la felicidad y la longevidad.
En síntesis, una legítima revolución de paz que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante casi dos
siglos hemos usado para destruirnos y que reivindique y enaltezca el predominio de la imaginación”, afirmó García Márquez
en 1998 en el programa sobre cultura del presidente Andrés Pastrana, años después de haberse unido con
Juan Manuel Santos y Felipe González para adelantar conversaciones con la guerrilla, pero fracasando por haber
organizado un pacto sin la autorización del entonces mandatario, Ernesto Samper.
Santos recuerda en su libro La batalla por la paz los talleres de periodismo “Juegos de guerra y paz”, que realizaba con
García Márquez en Cartagena de la mano de la Fundación Buen Gobierno y de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano,
en el que se realizaban ejercicios sobre la manera en que debía narrarse la guerra, logrando que cada uno de los participantes
cumpliera un rol en el conflicto como guerrillero, mediador o soldado. También anota en sus reminiscencias la frase:
“Es más fácil hacer la guerra que hacer la paz”, del primer ministro francés Georges Clemenceau, en la Primera Guerra Mundial,
como uno de esos pilares éticos que demandan un acérrimo compromiso con la consolidación de la paz.
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Sin embargo, mientras Santos se encargaba de otras responsabilidades, en La Habana se encontraba un nadaísta que pocos
reconocen como tal. Detrás de su rol como jefe negociador del Gobierno en los diálogos de paz, Humberto de La Calle carga
en su clandestinidad y en su cautela su pasado como poeta, como estudiante al margen de una sociedad situada en el
conservatismo y en los llamados valores tradicionales. De las tertulias literarias, los vinos bohemios y las ideas vistas
como irreverentes, surge un verso paralelo al rigor del derecho, carrera que eligió y que dictó sus conocimientos
para varios oficios y momentos cruciales en la historia política reciente. Evocar la poesía como diapasón de inocuidad,
resistencia y sanación es entender la empatía y la lucha por la humanidad, eludiendo los actos más reprochables de egocentrismo
y competencia, abogando por la opinión de cada quien y el camino de cada uno como criterios y principios que pueden
ser individuales, pero guiados a la victoria de todos, de los que han sido callados y de los que custodian su voluntad
como su muestra más grande de resistencia. De ese movimiento nadaísta de las montañas que protegen a Manizales
y Medellín surgió Humberto de La Calle, un estadista que en sus tiempos de ocio y en sus existencialismos de antaño leyó,
creó y creyó en la poesía de Gonzalo Arango, Jotamario Arbeláez o Amílcar Osorio. Al salir de la cotidianidad de la
Universidad de Caldas, de las clases rígidas e insípidas de derecho, De La Calle asistía a conversatorios donde leían a
Faulkner, Camus, Cortázar o Sábato. Luego de las teorías de Rawls o de Hegel, aquel estudiante que se dejaba
seducir por el liberalismo creía que en aquellos autores, en sus universos y
en sus angustias se hallaba una rebeldía fundamentada, una ideología que evoca
ba convicciones y construía anhelos.
De los discursos que hablan del amor, de la democracia, del perdón, de la posibilidad de creer en el otro, de entender la alteridad,
surge el reflejo de la esencia nadaísta, de la afirmación y exaltación de aquello que perdura, que vive y que suscita espiritualidad
y libertad. De ese propósito de acallar los odios y eludir los insospechados e interminables escenarios de muerte nace el
nadaísmo, y del nadaísmo nacen esos intereses colectivos que se reafirmaron en el oficio de De La Calle como jefe negociador.
Detrás de estos legados yacen las estirpes de Cien años de soledad, de la misma soledad que Arango describió de la siguiente manera:
“Cuando uno cede en su alma / deja de ser uno / para ser como la masa. / Ceder es dejar de ser. /
La soledad más insufrible es la sociedad; / incomunicación de las almas que van marchitando la carne”.
FUENTE EL ESPECTADOR
PIPOLL