Gozar de su sonrisa triunfadora, verla feliz disfrutando de su acierto.
Qué placer se siente al decirle que tiene razón, que sus pálpitos y argumentos son mejores que los nuestros.
Qué agradable es perder para que se haga lo que ella propone como un acto de justicia y un tributo a su talento.
Pero la derrota más dulce es la que sufrimos ante sus encantos, comprobando que nuestro poder de autocontrol es tan sólo un cuento.
Y qué hombría la nuestra, la de vivir complaciendo sus gustos, caprichos, antojos y vanidades sólo para halagarla y verla contenta.
Así somos. Esa es nuestra naturaleza. Fuertes ante el infortunio, casi invencibles ante las vicisitudes de la vida, pero débiles, como hojas al viento, ante la mujer que amamos.
Ella sabe que nada en el mundo tiene más poder que un Sí en sus labios, que su atractivo es superior a nuestras fuerzas y, que con una simple mirada, nos domina.
El hombre vencedor por excelencia, desde niño vive con la obsesión de ganar. Para eso estudia y se supera, para ser un ganador.
Y ya de adulto, puede desafiar a un ejército, declarar guerras, conquistar el planeta, pero cae rendido ante los atributos de su amada. Y es que para eso nació el varón; para amarla sin medida, admirarla, engreírla, cuidarla y protegerla.
Su más grande derrota la sufre en los altares, cuando feliz, entrega su libertad; y, por amor, deja que le corten las alas. Qué hermoso es perder ante la mujer que se ama.
Y es de hombres..., comprobar después, cuánto se gana.
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