UN LOBO, DOS LOBOS...
Me encanta respirar profundamente, cerrando los ojos, serenar durante unos segundos todo
el cuerpo, quedarme un instante en blanco y después, salir, sentir como la adrenalina me
sube a toda pastilla y disparar. Esa es la mejor parte, el sonido de las armas, me gusta
escuchar las explosiones y después sentir el pánico en sus caras, la sangre derramada,
ohhh la sangre, me pierde la sangre, lo admito, derramar sangre me hace renacer. Da igual
si son cuarenta o uno solo, da igual el arma, soy adicto al asesinato y eso me gusta.
Al principio matábamos por ideas, nuestras victimas eran aquellos que considerábamos
“enemigos” basándonos en nuestras ideas. Después las ideas fueron devoradas
por las ganas de volver a matar. En un principio cada uno elegía a su victima y después
iba a por ella. Eso cambio y dio lugar a lo que ahora conocemos como la cacería. Pero
empecemos desde el principio y vayamos poco a poco.
A los diecinueve años la vida me resultaba una prisión y no entendía que tenía que
limitar mis impulsos por culpa de una vida en sociedad. No entendía el sistema
capitalista ni ningún otro sistema, todo me parecía obsoleto. ¿Cómo es posible que no
se den cuenta?, eso pensaba, nadie parece ser consciente de que vive en una estrecha jaula
de normas, conductas, castigos y recompensas; nuestro comportamiento totalmente controlado
y lo peor es que, al fin y al cabo, es por nosotros mismos. Somos nuestros propios
carceleros. Esa fue mi conclusión y como carcelero mío, yo mismo podía concederme la
libertad. Y así lo hice, mande a tomar por culo todo lo que me convertía en un ser
civilizado y social y me convertí en un animal libre. Me gusta verme a mi mismo como un
lobo que ha abandonado una manda de corderos en la que se había criado por accidente. Un
lobo criado por corderos, de repente, se da cuenta de que es un lobo y que vive entre
corderos, ¿qué creéis que pasa? Preguntadle a un ganadero y quizás os de una respuesta
muy valida. A partir de este momento todo cambio para mí, no sufrí ninguna mutación al
estilo de las películas de vampiros, eso no hace falta. Empecé a contemplar el mundo con
unos ojos nuevos y sobre todo, a evaluarlo con una mentalidad muy diferente. Antes me
creía parte de la humanidad, a partir de mi despertar aquello cambió, si ellos eran
humanos yo era diferente. Como ya he dicho, si ellos fueran corderos yo seria un lobo,
pero eran humanos, así que, ¿qué era yo? Un hombre lobo fue lo primero que se me vino a
la cabeza, pero no, enseguida percibí mi propio error, yo no era un hombre, no si ellos
también lo eran, yo era diferente. Pero hombres no es mas que un nombre común que ellos
mismos se han dado, así que yo cambiaria esa denominación, ese grupo no serian hombres,
serian corderos y así yo seria un lobo.
Mi primer paseo por la calle como lobo fue algo que difícilmente olvidaré. Los veía
caminar despreocupados, creyéndose la especie dominante, pero a la vez llenos de miedo,
era la primera vez que lo veía, pero estaba clarísimo para el que no mira con ojos de
cordero. Toda la sociedad, todos los sistemas que en ella se entremezclan, cada ley, cada
palabra, cada símbolo, cada instrumento, todo lo que me rodeaba estaba basado, que digo,
estaba inspirado en el miedo, el miedo de los corderos de saber que no son mas que
eso...corderos. La sociedad mundial no es más que un montón de parafernalia quitamiedos.
Aun así, podía notar el miedo en cada uno de ellos, el caminar confiado de algunos que
se mearían encima en cuanto les pusiese el cañón de mi pistola en sus repeinadas
cabezas; algunas, caminantes que inspiran superioridad, o por lo menos eso intentan,
pobres desgraciadas, como se les descuadra la cara en cuanto les apuntas con un arma, o
les colocas en el cuello una navaja. Y en todos ellos, el llanto. Lo usan en momentos de
desesperación, lloran mientras ruegan por su vida, dan pena, pero no la que ellos
quisieran dar. Lloran creyendo que su vida es demasiado valiosa para terminar, pobres
ilusos, piensan que con su llanto pueden hacerme ver que no se merecen morir y lo único
que me provocan es asco al ver lo pronto que se derrumban y desenmascaran lo que en
realidad son, corderos asustados, cuya única pretensión en la vida es aparentar que no
lo son y ni eso son capaces de hacer bien, pobres desgraciados...
Todo empezó así, dándome cuenta de que todos ellos eran miedo disfrazado de mil
maneras. Yo solo me dispuse a quitarles los disfraces, en un principio...
Me hice con varias armas de fuego, pistolas, escopetas, rifles, etc y me dispuse a
comprobar cuanto tardaban los corderos en admitir su condición. Para ello, empecé, como
os conté al principio, buscando a aquellos que consideraba enemigos, aquellos que habían
abusado del humano que fui y de las ideas que aquel tenía. Mi primera presa fue el
director de una pequeña caja de ahorros de mi pueblo, un hombre gordo y cojo, un blanco
fácil, idóneo para aprender a matar sin correr riesgos. El momento elegido: la noche. En
la oscuridad el miedo de los corderos se percata a kilómetros, usan la luz como si de un
chaleco antibalas se tratase, creen que bajo el tenue naranja de las farolas están a
salvo de los peligros que les acechan desde la oscuridad y de este modo caminan seguros
por las iluminadas avenidas y tiemblan de miedo cada vez que cruzan un callejón en el que
la luz brilla por su ausencia.
En uno de esos callejones permanecí pacientemente sentado, durante dos horas y treinta y
dos minutos, esperando el momento en el que, como cada sábado noche, él volvía de
visitar a su madre atravesando el lugar donde ahora el negro de las paredes ocultaba mis
anisas de matar. La sensación me iba devorando, corría por mi cabeza un tropel de ideas
y sensaciones sin sentido que llegaban por momentos a nublarme la vista y las sensaciones
de frío y calor se alternaban en mí a la misma velocidad que la aguja del segundero
recorría cada cifra de mi reloj. Llego el momento y no me tembló el pulso, la bala
penetro en su cabeza y yo abandone el lugar sin dedicar más que un segundo a contemplar a
mi primera victima.
Al llegar a casa y tumbarme sobre el colchón, me invadió una sensación de superioridad
que todavía saboreo cuando en silencio cierro los ojos y rememoro escenas de las
cacerías. Pero aquella primera vez fue especial, me hizo ver que no estaba equivocado, ya
no era uno de ellos.
Sin embargo, sentí que me faltaba algo, no bastaba con esa sensación, necesitaba algo
que me hiciera saborear cada rastro de adrenalina desprendida durante el asesinato,
saborearla en un lugar tranquilo, donde relajarme a disfrutar después de matar. Buscaba,
caminando entre multitud de corderos, el lugar que convertiría en mi guarida, refugio de
mis sensaciones, donde sentado en una silla que se adaptara perfectamente a mí degustar
mis actos, mezclados con los aromas y sabores de una comida ligera, que me calmara el
apetito sin revolverme el estomago. Y fue justo en el centro de la ciudad, en el núcleo
de vida de los corderos, en el corazón de su ajetreado ir y venir creyéndose a salvo
camuflados entre la multitud, donde encontré el que seria mi refugio: la cafetería
“Caperucita roja”.
Los tres siguientes asesinatos imitaron el mecanismo del primero: acechar, disparar,
dormir y al día siguiente, relajarme en la Caperucita roja, saboreando hasta el más
mínimo recuerdo de la noche anterior.
Era el quinto día que, sentado en uno de los bancos del parque, nunca en el mismo,
observaba a mi quinto objetivo: un policía nacional, que año y medio atrás me jodió
una noche, en la que vestido de paisano, acabo con la diversión que corría entre mis
dedos y los que un día fueron mis amigos. El recuerdo de aquellos tres corderos con los
que compartía mucho más que mi tempo libre avivaba el fuego que ardía en mi cabeza cada
vez que aquel policía cruzaba ante mis ojos. Las ganas de matarlo subían en mi mente con
la velocidad que ascienden las columnas de humo cuando arde un viejo bosque, árboles que
después de pasar siglos creciendo juntos lentamente, afianzando sus raíces ante el paso
de las estaciones, en un instante son consumidos por las llamas sin tener tiempo para
despedirse con apenas unos leves crujidos inaudibles entre el rugir del fuego.
Y allí estaba él, como cada tarde, paseando a su ridículo perrito blanco hasta que este
hacía sus necesidades, momento en el que abandonaba el parque camino a su casa. Hoy él
llegaría a su casa y desarrollaría la aburrida vida que lleve un policía cuando esta en
su casa y vive solo. Y si todo me salía bien al día siguiente, esta seria la ultima vez
en el que su perro volvía junto a el a casa desde el parque.
Murió degollado junto a un gran árbol del parque, uno de esos que parecen llevar vivos
más tiempo que la misma ciudad. La sombra de ese árbol ocultó por unos instantes el
reguero de sangre rojiza que escapaba con ansias de aquel cuello sin vida.
Así empezó todo, con esos cinco corderos. Después, siguiendo la rutina que me había
propuesto, con tranquilidad pero sin vacilar un instante en mirar atrás, recorría el
camino hacia la Caperucita Roja, reteniendo todas las sensaciones y pensamientos, para
poder endulzar mas tarde con ellos el café que estaba deseando pedirte, por quinta vez en
la vida. Esa tarde fue cuando conocí a tu hermano, así empezó todo…bajo el aroma
del quinto café.
Cuando Ángel se sentó frente a mi, en mi mesa, haciéndome salir de una manera tan
brusca de mi estado de ensoñación, en el que disfrutaba mezclando los recuerdos de lo
recientemente acontecido con los sabores que abrasaban mi paladar y los múltiples olores
que me llegaban desde cada rincón de la cafetería, la verdad, lo primero que pensé fue
en que él seria el numero seis. Sus ojos estaban fijos en los míos, no parpadeaba. Esa
mirada que aun mantenía no encajaba con el aspecto de uno de esos universitarios pijos
que se las dan de intelectual, de los que solían habitar las cafeterías del centro de la
ciudad y las calles y cualquier espacio donde pudiesen exhibirse ante el resto de la
humanidad. Algo fallaba en esa imagen, o eso creía yo. Pero no, en cuanto abrió la boca,
aquella mirada se desvaneció, una estúpida sonrisa floreció en su cara y su asquerosa
voz aguda empezó a rechinar en mis oídos. Lo habría matado en ese mismo instante, pero
entonces le salvaste la vida o según desde donde se mire me la salvaste a mi. Apareciste
de la nada en mi campo de visión, venias por detrás de Ángel, yo no escuchaba una
palabra de lo que decía, tampoco te miraba a ti, en realidad estaba ausente de aquella
situación, pensaba en por qué aquel imbécil se había sentado en mi mesa y en como lo
iba a matar. Entonces lo abrazaste por la espalda cogiéndolo por sorpresa y mientras le
besabas en la mejilla le preguntaste como quería el café. Fue en ese instante cuando
baje de las nubes y preste atención justo en el momento en que él me decía que eras su
hermana. Te marchaste en seguida, tenias que atender a otros clientes y entonces, aquella
mirada volvió a sus ojos, su boca se volvió a abrir:
Ese era mío. El del perro era mío…
No se si a estas alturas te quedan ya fuerzas para seguir leyendo, ni siquiera sé si
habrás podido llegar hasta aquí, pero si has llegado hasta aquí debes saber que para
entender el final de esta carta debes leerla y comprenderla entera, sin dar ningún salto.
Tomate tu tiempo.
A partir de aquella tarde Ángel y yo empezamos a conocernos y a la vez, yo te iba
conociendo a ti, poco a poco. Con Ángel las cosas iban muy rápido. Aquella misma tarde
me contó que me había visto, que él iba a por ese policía, que en el momento en que
vio como lo degollaba supo que era uno de ellos y es que tu hermano hacia ya varios años
que había dejado de ser un cordero. Yo creía que era el único, te lo aseguro, pero en
un mundo en el que vive tanta gente no es difícil encontrar personas con las mismas
ideas, por radicales o carentes de sentido que parezcan. Eso fue lo que me hizo ver
Ángel, no era ni el primero ni el único. Él formaba parte de un “grupo de
caza”, así es como se denominaban a ellos mismos, yo me había denominado lobo,
ellos se llamaban depredadores. No habían asociado su imagen a ninguna otra pero si su
modo de vida: cazar a la presa. Pero la cosa no se terminaba en su grupo de caza, se
extendía, mucho mas allá, el hábitat de los depredadores abarcaba lo largo y ancho del
globo, en casi todas las ciudades del mundo existía un grupo, en unas pequeño, en otras
una autentica jauría e incluso varias manadas en una misma ciudad. Aquello era asombroso,
Ángel me enseño todo ese mundo, estaban conectados entre ellos. La mayoría carecía de
ninguna ideología, vivían solo para una idea: Matar. Descubrir todo aquello me
decepciono, la verdad, ya no era único. Sin embargo, seguía siendo miembro de una nueva
especie superior a los corderos que plagaban cada centímetro del planeta. A partir de
aquí la historia de mi vida discurre por dos canales, el que tú has estado viviendo a mi
lado y el que, hasta aquella fatídica tarde, recorría junto a tu hermano y el resto de
la manada. Ese segundo camino, en el que mi vida corría libre, entre veredas ocultas a
tus ojos, era el que yo quería seguir.
Cuando empezamos a pasar tardes juntos, cuando empecé a perder mi tiempo a tu lado, tuve
que rescatar de la basura mi disfraz de cordero, para pasar horas junto a ti sin que tu
corazón se acelerase hasta reventar, al descubrir al verdadero monstruo del que te
estabas enamorando. Para ti inventaba mil historias tras las que ocultaba mis garras de
lobo, cortinas de humo que nublaban tu vista mientras tus labios se apoyaban cerca de mis
colmillos sin llegar a percibirlos, drogada por las palabras con las que acribillaba tu
libertad de pensamiento y te obligaba, sin que tu lo supieses, a bailar al son de mis
balas, impidiendo que tus pies pisaran mas allá del alcance de mi pistola. Así te
mantenía inocente al margen del lobo, manchado siempre de sangre, junto al que pasabas
algunas noches y muchos días.
Ángel era un gran cazador, y como tal, su olfato era muy agudo. Pocos meses tardó en
encontrar un rastro que nos unía a ti y a mí. Entonces cometió su gran error.
Fue breve. Una noche, antes de iniciar la cacería, me dijo cuál seria su próximo
objetivo:
Hoy voy a cazar a mi hermana. Un lobo no tiene más familia que su manada, todo lo que nos
una a los corderos no es más que un resto del disfraz que un día llevamos como si de
nuestra piel se tratase, algo de lo que deshacernos para ser nosotros mismos. Ella es un
cordero más, ¿no?. Sin más, se retiró a preparar sus armas y a intercambiar algunas
palabras con el resto de la manada antes de salir a buscar sangre.
Yo también seré breve. Aquella noche maté a tu hermano, no se si por ti o porque se
había atrevido a atacarme. Ángel nos había descubierto, pero de ahí a
provocarme…se equivocaba, un lobo no tiene familia, ni siquiera su manada. Y yo era
un lobo, quizás ellos se considerasen depredadores sin mas, pero yo era un ente real, no
una idea, era un lobo. Tu hermano no iba a desafiarme sin más. Acabar con él me hizo
verlo claro, ellos no eran más que un grupo de corderos desquiciados. Cómo había podido
estar tan ciego. No eran más que corderos, incluso más acojonados que el resto, se
unían entre ellos para alejar el miedo matando a sus iguales. Pero era el miedo lo que
los movía, por eso carecían de ideas, porque no seguían mas instinto que su miedo, eran
los corderos mas llamativos de todos e incluso ante mi, habían pasado como lobos.
Ahora vuelvo a sentirme bien, sigo siendo único y sinceramente, esta historia me hizo
descubrir un placer mucho mayor que el de cazar a indefensos corderos en un parque o en un
callejón. Ahora los cazo a ellos, a los corderos desquiciados. La adrenalina se dispara
mucho mas cuando a ellos, aferrados a sus armas, les ves subir el miedo, dilatando sus
pupilas, en ese instante, cuando entienden que son unos simples corderos ante mi, ese
instante en el que su vida termina junto a sus cuerpos en el suelo de las ciudades en las
que os sentís tan seguros, ajenos a los ríos de sangre que corren bajo vuestros pies. La
ceguera de vuestra muerte os impide ver que todos mueren a vuestro alrededor, que no
estáis seguros, pero seguís aparentándolo, como corderos que sois. Solo en vuestros
ojos se siente el leve nerviosismo, el suave ajetreo de un rebaño conducido al matadero.
Me despido de ti para siempre. Quizás en ti no sentí ese miedo y por eso nunca te vi.
Como a un cordero, quizás no lo eres, quizás eres una loba y fue tu olor lo que me
atrajo a ti, quizás todo esto sean excusas para no acabar contigo, sea como sea, cuidado
con los corderos desquiciados, nunca les tengas miedo, ni a ellos, ni a nada, pues si eres
un cordero, tarde o temprano acabaras en el matadero, acepta tu destino sin miedos o
quítate el disfraz. Si algún día te desprendes de él, tendrás las habilidades
suficientes para encontrarme. Olfatea mi rastro.