Sus tacones resonaron por el pasillo.
La determinación estaba tomada.
Un aire fresco acarició su cara
y sin pensar en nada,
sabía que dejaba detrás su martirio.
Él no estaba.
Se levantaba pronto por las mañanas,
el trabajo, la familia, el coche y su casa.
Pero,... y su mujer ¿qué? ¿Acaso ella le importaba?
No. Para nada. Ella era su compañera, si.
Pero también, su esclava.
Los niños en la escuela.
El pequeño, con ser pequeño,
era el que más guerra daba,
pero también era su risa, su dónde estás, su alma.
La mayor no.
Ella era distinta.
Conocía todo lo que pasaba.
Y se imaginaba algo, pero no podía luchar,
ella era un mirar sin decir nada.
Sólo el menor,
era el único que se enfrentaba.
Al que le caían las hostias,
el que muchas veces quería acabar con todo y
cerrando de un portazo, bajaba a la calle
y soñaba algo mejor.
Una casa,
unos padres que le amaran.
Un cielo azul lleno de pájaros y nubes blancas.
Lo sabía.
Sus tacones resonaban en el silencio.
Y a medida que llegaba al ascensor
un impulso la frenó
y pegó la vuelta con desprecio,
como si la resignación fuera su barca,
como si marcharse de allí fuera su mayor traición.
Volvió.
Sacó de su bolso las llaves
abrió la puerta, se detuvo un momento y entró.
Y dejó que sus ojos soltaran raudales
de lágrimas de,... de rabia y maldición.
Dios, oh, Dios...
...
En la calle el semáforo estaba en verde,
los cohes pitaban y pitaban,
alguno, increpaba con blasfemias al conductor
de un vehículo en doble fila, con las luces de avería
que obstruía la circulación.
COMUNERO