¡No te vayas!, te dije,
cuéntame otra vez
cómo fue que se abrieron
los soles amarillos
que me guiaron hasta tu rastro
de centauro inquieto.
Al final me esperaba
la cruz de tus brazos
para fundirme en ellos
y derretíme en tu voz,
cómo hielo en el fuego.
Fue entonces
que compré las auroras
para que no despertaras,
ni huyeran de mi
las chispas de tu pecho.
Velé tus párpados cerrados
y fue necesario que cayeran
los velos eternos
de tus rebeliones
y tus miedos,
convertidos en cenizas.
Entonces callaron todas las voces
y comenzaron lentamente
las notas sublimes
de un vals de Chopin.
La Gata Rosa