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La alegoría del pámpano podado
Un vigoroso pámpano de una noble vid crecía sobre la parte superior de un alto muro, y se decía: –Aquí estoy por encima de los demás pámpanos y, por supuesto, se puede esperar que de mí crezca un fruto extraordinario. Así que se estiraba y se extendía cada vez más hasta que estuvo tan alto que oyó decir al jardinero: –¡Bien, bien! Ya llegará su hora:
–Sí, es cierto, se dijo el pámpano, sin duda ya llegará mi tiempo aquí arriba. Allá abajo, mis hermanos hacen lo mejor posible, pero no se puede esperar mucho de ellos.
Llegó la vendimia. Entonces, cuán grande fue la vergüenza del presumido cuando oyó que el jardinero decía: –No se molesten en buscar fruto en el pámpano más alto: está vacío.
El tiempo fue pasando y llegó el momento de podar. Entonces el pámpano dijo al jardinero: –Oh, maestro, ¿puedes hacer algo por mí? Éste contestó: –¿Aceptarías renunciar a tu hermoso aspecto? –Sí, maestro, fue la respuesta. –Entonces, que así sea, dijo el hombre, y al instante cortó la parte superior del pámpano y fijó la inferior fuertemente al muro.
Cuando llegó la próxima vendimia, los trabajadores miraron el humilde pámpano y vieron sólo unas hojas marchitas. Pero el jardinero las levantó y allí debajo colgaban los más grandes y ricos racimos de uvas. –Maestro, dijo el pámpano, los escondí para ti. En tu sabiduría me podaste y con amor me ataste. “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (1 Pedro 5:5).
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