Era su profesión. Tenía una habilidad extraordinaria como taxidermista. Todos los cazadores de la región de Tuxla, Yugoslavia, le traían sus presas cazadas: osos, venados, zorros, para que Vaxco Chulyak las embalsamara.
Un día su hijo Ludwig, de ocho años de edad, murió ahogado. Cuando le trajeron el cuerpo, Vaxco no quiso enterrarlo, así que embalsamó el cuerpo inerte de su hijo. «Hace tres años perdí a mi amada esposa —explicó Vaxco—. Ahora se me muere este hijo, único recuerdo de aquella querida mujer. No quiero dejar de verlo. Cada día lo miraré y conversaré con él, hasta que yo muera.»
He aquí una historia tierna y patética. Vaxco pierde primero a su amada esposa. Pero le queda su pequeño hijo, en el que condensa todo su cariño y toda su felicidad. Por una de esas desgracias incomprensibles, el niño muere ahogado, y Vaxco hace lo que sabe hacer para mantener a su hijo consigo.
Bueno es conservar el recuerdo de los seres amados. Es algo propio del ser humano. Los animales, en cambio, por lo general recuerdan a lo sumo unos momentos el familiar muerto, porque no tienen corazón sensible ni alma pensante. Por lo tanto, no derraman lágrimas por el amigo, el padre, la madre, o el hermano que se ha ido.
Pero el hombre no es como el animal. En su condición de ser humano, tiene alma, tiene conciencia, tiene sentimientos, tiene memoria y tiene noción de Dios. Esto es lo que le da esperanza de otra vida.
El primer paso de la civilización se dio cuando los seres humanos comenzaron a enterrar a sus difuntos. El segundo paso se dio cuando decidieron conservar algún recuerdo de ellos, aunque fuera una flecha, una lanza, y posteriormente una fotografía. Y aunque algunos reprocharon a Vaxco Chulyak el haber embalsamado a su hijo, era para él un recuerdo. Ciertamente el dolor y los sentimientos de un hombre merecen ser respetados.
Sin embargo, mil veces mejor que cualquier recuerdo de nuestros seres queridos, con todo y lo importantes que son, es la seguridad que podemos tener de verlos vivos y en persona otra vez, es decir, la esperanza viva de reunirnos un día con ellos en el cielo.
Esa esperanza es tan viva y tan cierta como lo es la salida del sol todas las mañanas. Jesucristo, que venció el sepulcro y la muerte, quiere dárnosla. Para recibirla, basta con que aceptemos a Cristo como nuestro Señor y Salvador. Los que le hemos pedido que sea el dueño de nuestra vida tenemos la seguridad de que veremos a nuestros seres queridos algún día. Más vale que todos aseguremos esa esperanza, haciendo de Cristo el Señor de nuestra vida.
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