«Deténganme, antes que mate otra vez.» No eran los pensamientos de un asesino en potencia. Tampoco eran las palabras pronunciadas por un maniaco homicida hablando por teléfono con las autoridades. Ni era la súplica de un reo a los guardias de turno de la cárcel en que había estado encerrado porque ya no soportaba la vida al otro lado de las rejas. «Deténganme, antes que mate otra vez» es la frase que un criminal escribió en una pared con lápiz labial. Al hacerlo, se apoyó en la pared y dejó la huella de su mano, que condujo a su captura como sospechoso en el homicidio de una atractiva trigueña en un hotel de Nueva York.
La policía anunció que Hugh Kelly, un joven de diecinueve años de edad, fue detenido en relación con la muerte de Dolores Anderson. Al joven Kelly lo arrestaron al comprobar que sus huellas digitales correspondían a las dejadas en la pared. A la larga, el único indicio que orientó la investigación oficial del homicidio fue esa huella de su mano.
La pregunta que no podemos dejar de hacernos es esta: ¿Por qué quiso aquel joven que lo detuvieran aun cuando sabía que eso podía dar como resultado cadena perpetua? La respuesta, sin duda, tiene que ver con la lucha que se libra, dentro de cada uno de nosotros, entre la naturaleza pecaminosa y el Espíritu.
El apóstol Pablo describe esa lucha interna con el pecado en estos términos: «Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero....
»Así que descubro esta ley: que cuando quiero hacer el bien, me acompaña el mal. Porque en lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios; pero me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me tiene cautivo. ¡Soy un pobre miserable! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?»1
Ahora bien, si el venerado apóstol se encontró en semejante callejón sin aparente salida, ¿qué esperanza hay para nosotros? «Gracias a Dios —concluye aquel compañero de armas espirituales— por medio de Jesucristo nuestro Señor... ya no hay ninguna condenación... pues por medio de él la ley del Espíritu de vida me ha liberado de la ley del pecado y de la muerte»2
¿Qué esperamos, entonces? Acudamos a Cristo, como nos recomienda San Pablo, y digámosle: «Detenme, antes que peque otra vez. Y si caigo y vuelvo a pecar, perdóname y ayúdame a volver a levantarme, cada vez más fuerte en el poder de tu Espíritu.»
|