El niño, Josué Dennis, tenía apenas diez años de edad cuando ocurrió lo inesperado. Se perdió en un dédalo de galerías interminables de una mina abandonada. Pero no fue cuestión de unos momentos. Fueron cien horas. Cuatro días. Cuatro días de oscuridad casi total. Cuatro días sin comer ni beber. Cuatro días sin ver a nadie. Cuatro días oyendo sólo el apagado rumor de una corriente de agua en las entrañas de la tierra.
Josué iba con un grupo de compañeros que andaban de excursión, y parte del paseo incluía explorar una mina abandonada. Quién sabe cómo, el niño se separó de su grupo y, en medio de la oscuridad, no pudo encontrar la salida. Pero lo halló una patrulla de rescate. Estaba extenuado, pero vivo.
«Recordé las palabras de mi madre —dijo Josué—. Ella decía: “Cuando te veas en alguna dificultad, ora.” Y yo estuve orando a Dios todo el tiempo, pidiéndole que me vinieran a rescatar.»
¿Tiene algún valor la oración? ¿Hay algún beneficio, o más aún, alguna validez en levantar nuestra voz al cielo pidiendo de Dios su ayuda? Algunos han dicho que la oración no es más que una actitud de último recurso que no vale ni el aliento que empleamos en expresarla. Y lo cierto es que si nuestras oraciones, o nuestros rezos, no son más que clamores de angustia de último momento, a fuerza de alguna emergencia, quizás entonces no tengan valor.
En cambio, si hemos establecido una relación personal con Dios, si Cristo es nuestro amigo porque lo hemos recibido como el Señor de nuestra vida, y si sabemos con absoluta seguridad que Él nos oye, nuestra oración recibirá una respuesta divina.
Cualquiera puede pasar por períodos de tristeza y desaliento, de pobreza y abandono, de enfermedad y dolor, porque estas son contingencias comunes de la vida humana. Pero el que tenga fe en Dios, si ora con la confianza de un niño porque cree en Él, podrá soportar toda situación sin caer en la desesperación y sin renegar de Dios. La fe en Cristo será siempre una llama encendida que nada puede apagar y que siempre disipa cualquier clase de sombras.
Si hacemos de Jesucristo el Señor y Salvador de nuestra vida, una luz se encenderá en nuestra alma: la luz de la esperanza, la luz de la fe. Y con esa luz, o encontraremos la paz que Dios da en medio del dolor, o encontraremos la salida de cualquier caverna adversa en la que estemos. No nos alejemos de Dios. No perdamos la fe. Mantengamos viva la comunión con Cristo. Él quiere ser nuestro amigo.
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