Se supone que sucedió alrededor de 1829. El general Rosas había citado al general Lavalle para que se encontraran en su campamento en Cañuelas, Argentina. Lavalle llegó estando Rosas ausente, y decidió esperarlo recostado en el catre de Rosas. Allí Lavalle se quedó dormido. La mulata que servía al general Rosas se perturbó a tal grado por ese acto que juzgaba irrespetuoso, que olvidó sobre el fuego la leche que le había estado preparando al general. Por ese descuido, quedaron al rescoldo la leche y el azúcar que hervían para el mate de Rosas. Pero para deleite de todos, esa mezcla espesa de los dos ingredientes dio como resultado el dulce de leche. Lo increíble del caso es que Rosas y Lavalle habían sido amamantados por la misma nodriza, de modo que eran hermanos de leche. ¿Quién hubiera pensado que, aunque sólo por unos momentos, también llegaran a ser «hermanos de dulce de leche»?1
Lo cierto es que, irónicamente, los dos generales argentinos fueron enemigos durante toda su vida política. Tanto Rosas como Lavalle dejaron una huella indeleble en el paisaje histórico de su patria; pero la huella federal de Rosas fue, por definición, muy diferente de la huella unitaria de Lavalle. A la postre, el caudillo federal venció al unitario y lo sucedió como gobernador de la provincia de Buenos Aires. De modo que esos «hermanos de leche» no llegaron a ser «hermanos de dulce de leche» sino «hermanos de leche agria». Porque así como hirvieron la leche y el azúcar para el mate, también hirvieron las pasiones contrarias de Rosas y Lavalle hasta consumirse, pues jamás llegaron a reconciliarse.
Tal vez se deba a lo desagradables que son estos casos en que no hay verdadera hermandad ni reconciliación, que tengan tanto atractivo los casos contrarios. Uno de los más conocidos de la historia universal es el de Jacob y Esaú, los hijos gemelos de Isaac. Desde el seno de su madre Rebeca, los dos lucharon por la supremacía en su familia. Un día Jacob, el segundo por escasos segundos de diferencia en el parto, aprovechó un momento de debilidad en su hermano Esaú y consiguió que éste, bajo juramento, le vendiera sus deréchos de primogénito. Pero la gota que colmó el vaso de su rivalidad la derramó Jacob cuando engañó a su padre Isaac y se llevó también la bendición que le correspondía a Esaú. A partir de ese momento, Esaú guardó un profundo rencor hacia Jacob, y determinó que lo mataría tan pronto como muriera su padre. No obstante, a la postre lo perdonó. Cuando ya tenían cerca de cien años de edad, esos dos «hermanos de leche agria» se reconciliaron y se volvieron «hermanos de dulce de leche». Tanto es así que Jacob, que acababa de ver a Dios cara a cara, le dijo a Esaú: «¡Ver tu rostro es como ver a Dios mismo!»2 Más vale que, así como Jacob, también nosotros nos reconciliemos con Dios3 y con nuestros semejantes, y ¡más vale tarde que nunca!
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