«Sucedió en la colonia La Rábida de la ciudad de San Salvador en Centroamérica. Era la casa en que yo vivía, donde tenía varios paquetes que contenían Biblias. Un día mientras almorzábamos oímos un ruido en el patio trasero. Fui a ver qué sucedía, pero no había nada raro. Me puse a andar alrededor del patio y, en efecto, allí entre las flores que había alrededor del patio encontré uno de esos paquetes de Biblias. Lo recogí extrañado y, al examinar las Biblias, había una carta en una de ellas, que decía: “Perdóneme, señor. Yo no sabía que lo que robaba era esto. He leído algunas frases de uno de estos libros, y me he dado cuenta de que no hago bien en quedarme con ellos. Ruego que me perdone.”
»Eso era todo. No había firma, ni fecha ni procedencia. Una sencilla nota escrita por alguien que apenas podía deletrear, por alguien que además era un ladrón.»
Esa anécdota de una de sus vivencias la contó el Hermano Pablo por la radio antes de que Un Mensaje a la Conciencia comenzara a transmitirse también por televisión, cuando él aún conservaba frescas en la memoria las experiencias que tuvo durante los veintiún años que vivió en la República de El Salvador.
«¿Qué fue lo que sucedió? ¿Por qué sintió este hombre esa convicción? ¿Qué lo hizo arrepentirse? —nos hizo reflexionar en aquella ocasión el Hermano Pablo al comenzar a hacer su acostumbrada aplicación a la vida diaria—. Fue algo que todos tenemos —señaló, a fin de que todos sus radioescuchas se dieran por aludidos—: algo que tienen cada hombre, cada mujer y cada niño; algo que no se aleja de nosotros; algo que nos inquieta mientras no le hagamos caso. Ese algo se llama “conciencia”.»
Luego el Hermano Pablo expuso el origen de nuestra conciencia: Dios nos la dio «para dirigirnos... para ayudarnos a no infringir las leyes que gobiernan esta vida... para que comprendiéramos cuáles son sus deseos para nosotros... para que, obedeciéndola, hallemos paz y gozo y tranquilidad».
Pero junto con la conciencia, añadió el Hermano Pablo, «Dios también nos dio libre albedrío, voluntad propia, para que nosotros decidamos si queremos obedecerla o no. Usted, mi amigo, decide —concluyó el Hermano Pablo, apelando a la conciencia de cada oyente—, y como usted es el que decide, usted sufre la consecuencia al desobedecer sus dictámenes.»
Más vale que le hagamos caso al Hermano Pablo y a nuestra conciencia, de la que habla la Biblia, ese Libro Sagrado que mereció el temor y el respeto del ladrón de la anécdota. De hacerlo así, comprenderemos que no es sólo cuestión de justificarnos con un ser humano, como lo hizo aquel hombre con el Hermano Pablo, sino de dirigirnos directamente a Dios para pedirle que nos justifique mediante su gracia. Y habiendo leído algunas frases de su Libro, podremos citarle a Dios las siguientes, como pudo haberlo hecho también el ladrón arrepentido: «Mi Señor eres tú... que me aconseja[s]; aun de noche me reprende mi conciencia... En mi corazón atesoro tus dichos, para no pecar contra ti.... anduve descarriado, pero ahora obedezco tu palabra.... Aparto mis pies de toda mala senda para cumplir con tu palabra.»1
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