Ángel Pérez, de Montevideo, Uruguay, tenía ocho años cuando, por primera vez en la vida, contempló su rostro normal al mirarse al espejo tras una operación quirúrgica.
El niño había nacido con una enorme mancha en el lado izquierdo de la cara. La mancha era tan grande que le abarcaba el cuello y una oreja. El aspecto del rostro de Ángel era tan feo que los compañeros de escuela lo rehuían.
A una acaudalada mujer argentina, que prefirió permanecer en el anonimato, le llamó la atención el patético caso de Ángel y se compadeció de él. Mediante el Club de Leones de Montevideo, la benefactora contrató los servicios del eminente cirujano plástico José Pedro Cibils Puig, que ya años antes había realizado una operación similar en una niña panameña. La operación del cirujano, que fue un rotundo éxito, le devolvió al niño un rostro normal, y contribuyó a que se normalizaran, al mismo tiempo, su alma, su carácter y su vida entera.
Bien se dice que el rostro es el espejo del alma. El rostro traduce todos los sentimientos que agitan el alma. El amor, el odio, la alegría, el pesar, la tranquilidad, el miedo: todo se refleja en las líneas del rostro. Y aun las distintas conformaciones de carácter, así como las enfermedades físicas y mentales, pueden leerse en el rostro como en un libro abierto.
La Biblia dice que cuando Dios no recibió la ofrenda de Caín con el mismo gusto con que recibió la ofrenda de su hermano Abel, en el rostro de Caín «se le veía lo enojado que estaba».1 Mucho antes de que aquel hijo mayor de Adán y Eva se convirtiera en el primer fratricida, cometiendo el terrible delito de matar a su hermano, ya las intenciones de Caín se dibujaban en su rostro. No le era posible ocultarlas. Y es así con todos nosotros. Porque en el rostro llevamos dos sellos. El primero, desteñido y desdibujado, es el sello de la hermosura y la gloria que tuvimos en la inocencia. En cambio, el segundo, cada vez más ordinario y pronunciado, es el sello de nuestras pasiones febriles, de nuestros disgustos, de nuestros malestares, de nuestros tormentos y de todas nuestras aflicciones.
Gracias a Dios, su Hijo Jesucristo, el Médico divino, el Gran Cirujano Plástico, es capaz de darnos un nuevo corazón y, con él, un nuevo rostro. Permitámosle a Cristo que cambie nuestro semblante por completo. Pidámosle que nos dé, así como el cirujano le dio a Ángel Pérez, un nuevo espejo para el alma, de modo que la paz que se dibuja en nuestro rostro refleje la transformación que se ha efectuado en nuestro corazón.
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