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«Hace doce años yo era ateo. Pensaba que Dios no existía. Estaba dispuesto a trabajar mucho para alcanzar todas las metas que me había fijado. Quería tener un buen empleo y una casa confortable. A los 30 años había alcanzado todas esas metas. Pero no me sentía satisfecho. La vida me aburría.
En esa época encontré a unos amigos diferentes a los demás. Tenían una paz interior y un gozo que yo no poseía. Esto me molestaba. Cuando ellos me dijeron que esa actitud se debía a Dios, me enojé aún más. Siempre había rechazado, pues me parecía una locura, el hecho de creer en un Dios que obra en nuestra vida. Pero la diferencia entre la vida de mis amigos y la mía era demasiado grande para que pudiera permanecer con mis ideas.
También noté un cambio sorprendente en mi mujer. Su amargura e inquietud habían dado lugar a la paz y la seguridad manifestada por mis amigos. Finalmente ella se atrevió a decirme que había aceptado a Jesús como su Salvador. De repente mis pensamientos me parecieron vanos y falsos. Entonces yo también entregué mi vida a Jesucristo.
Ahora sé que hay un Dios. Él se reveló mediante la Biblia, Palabra de Dios, en la que yo había rehusado creer.
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