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Que nosotros los seres humanos podamos orar al Dios todopoderoso y que Él nos preste atención es un privilegio inestimable. Tan pronto como alguien pone su vida en regla con Dios, recibe el perdón de sus pecados, pasa a ser un hijo de Dios por la fe en Jesucristo y aprende a valorar verdaderamente la oración. Entonces con toda libertad puede decir a su Dios y Padre lo que le ocurre y le conmueve. Cualquier angustia, preocupación o temor puede presentársele. El creyente sabe que en el trono de la gracia puede obtener misericordia y hallar socorro en el tiempo oportuno.
Cuando oramos, la mayor parte del tiempo nuestras necesidades o las de otros están en primer plano. Nos volvemos hacia Dios en oración porque sabemos que Él tiene todas las posibilidades para ayudarnos. Sin embargo, en el versículo del encabezamiento el salmista compara su oración al incienso. Su deseo es que ella sea para el beneplácito de Dios. Así, él piensa primeramente en Dios, a quien ora, y no en sus propios pedidos. ¿Nos hemos preguntado si nuestras oraciones son un gozo para el corazón del Padre?
Éstas serán agradables a Dios si vienen de un ser humano que confía plenamente en Él. Nuestras peticiones complacen a Dios cuando Él ve que creemos lo que nos dice, que confiamos incondicionalmente en Él y que conscientemente ponemos todo lo que nos concierne en sus poderosas manos, sabiendo que podemos contar con su amor de Padre.
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