Bernadete acababa de cumplir los diecisiete años de edad cuando recibió los resultados de las pruebas que confirmaban que padecía de una enfermedad cerebral. Sus padres creyeron que la muchacha podría encontrar alivio al someterse a un tratamiento especial, así que la llevaron a la casa de un tendero de nombre Emilio Bettio. Él les aseguró que el problema de Bernadete no era físico sino espiritual. Según el tendero, se trataba de una posesión demoníaca, y para librar del demonio a la infeliz era necesario azotarla fuertemente.
Los desesperados padres dieron su consentimiento e hicieron arrodillar a la pobre Bernadete sobre una cama. Allí el tendero, sin compasión, descargó sobre ella dieciséis latigazos, y para darle un aspecto de piedad al castigo, con cada cuatro latigazos repetía: «En el nombre del Padre, en el nombre del Hijo, en el nombre del Espíritu Santo, Amén.»
Los golpes fueron tan severos que la joven murió, y posteriormente, en Zurich, Alemania, se entabló juicio contra el verdugo Emilio Bettio: juicio por homicidio.
Parece increíble que se cometiera semejante crimen en el nombre de Dios. Pero lo cierto es que lo mismo ocurrió tanto en las Cruzadas contra los infieles como en la llamada «Santa» Inquisición entre los siglos doce y diecinueve, y lamentablemente ocurre en el siglo veintiuno. Todavía hay quienes se valen del nombre de Dios para perpetrar toda clase de atrocidades. Algunos, motivados por su avidez de poder y control, engañan a otros que los siguen ciegamente. Otros se vuelven fanáticos de una causa por su propia cuenta, mientras que a otros los consume el deseo de ser el centro de atención por lo menos unos minutos. Los más fanáticos son capaces de llegar al extremo de suicidarse y a la vez matar a un sinnúmero de personas que poco o nada tienen que ver con las tales «causas» detrás de los hechos.
¿Por qué culparán a Dios de actos tan bárbaros? Porque así les dan a esos actos un aspecto de piedad. Es que saben que, si se hacen pasar por voceros de Dios y le atribuyen a Él la autoría intelectual, entonces se supone que a los demás no nos queda más remedio que tragarnos el cuento. ¿No es cierto que cuando alguien alega que Dios le dijo que tomara determinada medida, con eso se hace infalible? ¿Y quién de nosotros va a poner en tela de juicio la voluntad de Dios?
El colmo de este engaño consiste en atribuirle la causa de la muerte al Autor de la vida. La verdad es que Jesucristo vino al mundo para erradicar la enfermedad de nuestra alma, librándonos así de la muerte y dándonos vida. Pero a diferencia de Emilio Bettio, Cristo no nos azota sin compasión ni nos pide que nos suicidemos o que azotemos o matemos a otros por su causa. Al contrario, Él mismo se dejó azotar y matar sin compasión por causa nuestra. Y por si eso fuera poco, nos asegura que si nos sometemos a su tratamiento especial de compasión y ternura, encontraremos alivio permanente para todo nuestro ser.
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