Era un paquete de correo: un paquete común, de menos de un kilo de peso. Lo había llevado al correo de Bagdad, Irak, Khay Ranahjet, un joven de veinticuatro años de edad. Se lo estaba enviando a una persona de la misma ciudad.
Al llevar Khay, varios días después, una carta al correo, encontró ese mismo paquete en su buzón. Tenía impreso un sello de correo que decía: «Franqueo insuficiente. Devuélvase al remitente.»
Lo que el joven olvidó en el azoramiento era que él mismo había colocado dentro del paquete una bomba de tiempo. Al abrirlo, la bomba explotó en sus manos, matándolo en el instante.
Hay una ley natural que se llama el efecto bumerán. Algo que se lanza al aire hace un gran círculo y vuelve al mismo lugar de donde partió. Los indígenas australianos inventaron esta arma, y son expertos en su uso.
En el orden moral de las cosas opera la misma ley. Una calumnia que se lanza al aire da una gran vuelta entre la gente y a la larga vuelve a la persona que la lanzó. Esto ocurre con cada maldad humana: da una gran vuelta en el tiempo y en la humanidad, hace su daño inevitable, y al final regresa con fuerza arrolladora en contra del que la perpetró.
Dios ha puesto sobre cada pecado humano el mismo sello: «Devuélvase al remitente.» Y el remitente de cada mentira, de cada calumnia, de cada difamación, de cada deshonra, de cada robo, de cada adulterio y de cada homicidio recibe de vuelta con creces gigantescas el mismo agravio que impartió.
Dios podría hasta alejarse totalmente de este universo, y sin embargo el hombre, sin esa presencia divina, seguiría sufriendo las consecuencias de su pecado. Esto se debe a que el pecado en sí se convierte en su propio castigo.
«No se engañen —dice el apóstol Pablo, el doctor del cristianismo—: de Dios nadie se burla. Cada uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6:7).
¿Habrá manera de neutralizar el efecto bumerán? No, pero lo que sí hace Dios es darle al pecador una oportunidad de arrepentirse. Cuando el culpable recibe el perdón de Cristo, recibe un nuevo corazón, y sus obras cambian, junto con las consecuencias. Cristo regenera al pecador, borra sus pecados y le da vida eterna. Este es el milagro del Evangelio de Cristo.
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