Era el siglo quince y reinaba en Castilla Enrique IV de Trastámara. El arzobispo de Sevilla, Alonso de Fonseca, tenía un sobrino del mismo nombre que llegó a ser conocido como Alonso de Fonseca II, quien a su vez fue nombrado, a muy temprana edad, arzobispo de Santiago de Compostela en la región de Galicia. En esos días el pueblo gallego estaba tan inconforme con el manejo de la diócesis que eran incesantes las revueltas mediante las cuales manifestaba su desacuerdo. Con todo y lo difícil que iba a ser la tarea que tenía por delante, el joven Alonso, en lugar de calmar los ánimos de sus decepcionados diocesanos, los armó de razones para oponerse al poder que le confería su cargo y el modo en que lo ejercía. Cuando por fin se dio por vencido, consultó a su tío, que era perito en materia de gobierno eclesiástico, lo cual resultó en una solución novedosa: acordaron intercambiar temporalmente de diócesis. Así que el tío Alonso marchó para Santiago, y el sobrino Alonso ocupó su nueva silla arzobispal en la capital sevillana.
Una vez que el tío logró pacificar Galicia y dejar ajustadas las riendas de gobierno para su sobrino, regresó a Sevilla satisfecho y confiado. Pero sucedió que el ingrato de su sobrino, tan ambicioso y desleal como incapaz, se había amañado tanto que hizo todo lo posible por afianzarse en su nuevo puesto. Alegó que el trueque había sido permanente y se negó a abandonar la diócesis sevillana por las buenas. Sobra decir que esto provocó una disputa tan grande entre tío y sobrino que precisó de las intervenciones tanto del rey como del papa mismo para que el sobrino finalmente devolviera el arzobispado a su tío y regresara a Santiago.1 De ahí que la frase a la que dio origen esta anécdota no debió haber sido: «Quien fue a Sevilla perdió su silla», como se conoce popularmente, sino: «Quien se fue de Sevilla perdió su silla.»
Lo cierto es que hay una diferencia enorme entre el espíritu del evangelio de Jesucristo y el que dio pie a esta frase hecha. Cristo enseñó todo lo contrario: en lugar de buscar las sillas de honor y los primeros puestos públicos —¡y ni hablar de afanarnos por permanecer en ellos indefinidamente!—, debemos ocupar los lugares modestos, que son los últimos; porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido; y porque sólo así, en lugar de recibir la aprobación y la recompensa de los hombres, recibiremos la aprobación y la recompensa de Dios, que ve hasta lo que hacemos en secreto.2
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