Oskar y Janet Sinclair, feliz pareja de recién casados, se despidieron de los invitados y partieron para el aeropuerto. Su luna de miel había de ser en Alaska, el estado de intensos cielos azules, de aguas heladas y de nieves perpetuas.
Llegaron a Anchorage, la capital, y a la mañana siguiente hicieron su primer paseo. Al ver un hermoso prado verde, decidieron correr hacia él. Lo que no sabían era que ese bello tapiz vegetal era, en realidad, arenas movedizas, esa peligrosa sustancia de arena suelta, mezclada con agua, que tiende a chupar hacia adentro cualquier objeto que la pisa. Fue así como desaparecieron lentamente en el aguado suelo. Murieron abrazados, al segundo día de casados, en un húmedo lecho de arenas movedizas.
Esta es una historia triste, aunque no del todo. Dos personas que se habían jurado amor eterno murieron sin haber nunca faltado a esos votos.
¿De cuántos matrimonios, hoy en día, se puede decir que terminaron sus días sin faltar a sus votos? La respuesta es asunto de estadística: de cada dos matrimonios, uno termina en divorcio.
El caso de Oskar y Janet se presta para varias reflexiones. Una es la ya mencionada. Fueron fieles el uno al otro hasta el fin de su vida. «Pero —objetará alguien— es porque murieron al día siguiente de haberse casado.» El que así piensa da a entender que lo único que asegura la fidelidad hasta la muerte es morirse tan pronto como se casa, pues los que viven algún tiempo juntos están destinados, tarde o temprano, al divorcio.
Es realmente triste, hasta deprimente, pensar que todo nuevo matrimonio se desbaratará, irremisiblemente, a los pocos días o años de casados. ¿Será esa una fórmula inevitable? ¿Acaso no existe un matrimonio feliz que sea duradero?
Claro que sí. Porque no todo matrimonio termina en divorcio. Es posible llevar una larga y feliz vida matrimonial. Los que hemos celebrado nuestras bodas de oro por haber permanecido casados más de cincuenta años —y algunos hasta más de sesenta años— podemos dar testimonio personal de eso. Cada año que pasa nos depara la oportunidad de reafirmar nuestro amor y nuestra felicidad.
Sin embargo, es necesario que haya una transformación y que esa transformación sea tan profunda que aniquile toda soberbia, rebeldía, orgullo y egoísmo. Cristo es el único capaz de transformarnos de ese modo. Pero tenemos que pedírselo. Él no transforma a nadie por la fuerza. Rindámosle nuestra vida a Cristo. Así en lugar de asegurar el fracaso de nuestro matrimonio aseguraremos más bien su triunfo.
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