¡Desgraciado Almirante! Tu pobre América, tu india virgen y hermosa de sangre cálida, la perla de tus sueños, es una histérica de convulsivos nervios y frente pálida.
Un desastroso espíritu posee tu tierra: donde la tribu unida blandió sus mazas, hoy se enciende entre hermanos perpetua guerra, se hieren y destrozan las mismas razas.
Al ídolo de piedra reemplaza ahora el ídolo de carne que se entroniza, y cada día alumbra la blanca aurora en los campos fraternos sangre y ceniza.
Desdeñando a los reyes nos dimos leyes al son de los cañones y los clarines, y hoy al favor siniestro de negros Reyes fraternizan los Judas con los Caínes....
Las ambiciones pérfidas no tienen diques, soñadas libertades yacen deshechas. ¡Eso no hicieron nunca nuestros Caciques, a quienes las montañas daban las flechas!
Ellos eran soberbios, leales y francos, ceñidas las cabezas de raras plumas; ¡ojalá hubieran sido los hombres blancos como los Atahualpas y Moctezumas!
Cuando en vientres de América cayó semilla de la raza de hierro que fue de España, mezcló su fuerza heroica la gran Castilla con la fuerza del indio de la montaña.
¡Pluguiera a Dios las aguas antes intactas no reflejaran nunca las blancas velas; ni vieran las estrellas estupefactas arribar a la orilla tus carabelas!
Libres como las águilas, vieran los montes pasar los aborígenes por los boscajes, persiguiendo los pumas y los bisontes con el dardo certero de sus carcajes....
La cruz que nos llevaste padece mengua; y tras encanalladas revoluciones, la canalla escritora mancha la lengua que escribieron Cervantes y Calderones.
Cristo va por las calles flaco y enclenque, Barrabás tiene esclavos y charreteras, y las tierras de Chibcha, Cuzco y Palenque han visto engalonadas a las panteras.
Duelos, espantos, guerras, fiebre constante en nuestra senda ha puesto la suerte triste: ¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante, ruega a Dios por el mundo que descubriste!1
Así termina el famoso poema «A Colón», que Rubén Darío escribió cuando tenía veinticinco años de edad, en 1892, año en que se le nombró secretario de la delegación que el gobierno de Nicaragua envió a España con motivo de las fiestas del IV Centenario del Descubrimiento de América.2
Más vale que seamos nosotros los que roguemos a Dios por el mundo que descubrió Colón, un mundo que aún sigue lleno de guerras y falto de paz. Porque el único Cristo al que conocen tantas personas sigue siendo Aquel que «va por las calles flaco y enclenque» que describe el poeta nicaragüense, y no el Dios fuerte y Príncipe de paz que describe el profeta Isaías.3 Pero conste que la única manera en que nuestro mundo ha de disfrutar de la verdadera paz es si rogamos a Dios cada uno en particular, pidiéndole que nos llene de su paz perfecta, que sobrepasa todo entendimiento.4 Es que esa misma paz que eludió al Almirante y a los conquistadores puede inundarnos a nosotros con sólo rogar a Dios que nos la conceda.
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