«A pesar de haber terminado su guardia el día antes, Mattos estaba en la comisaría ese domingo cuando Cosme, el hijo del portugués Adelino, pidió permiso para verlo.
»—¿Sabe que mi padre ha muerto?
»—Sí. Lo siento mucho....
»—Usted convenció a mi padre de que confesara que él había matado a aquel hombre del taller. Convenció al fiscal de que lo acusara. Convenció a todo el mundo. Usted es un hombre inteligente.
»—Hice lo que tenía que hacerse. Buscar la verdad. Siento mucho la muerte de tu padre.
»—¿La verdad? ¿Quiere saber la verdad?...
»—Sí, quiero saber la verdad.
»—Yo mismo fui quien mató a aquel hombre.
»—Tu padre confesó.
»—Usted lo obligó a confesar. Y yo, mi madre, mi mujer, todos nosotros acabamos creyendo, influidos por nuestro egoísmo, que era mejor que mi padre dijera que era el culpable porque, siendo viejo, sería absuelto más fácilmente que yo. Lo creímos porque era mejor para nosotros. Así yo podía quedarme al lado de mi hijo y de mi mujer; podía quedar, mejor que él, al frente del taller y del naranjal. Mi padre era un anciano, y los jóvenes pensamos que los viejos no sirven para nada. Ya vivieron todo lo que tenían que vivir. Entonces dejamos que mi padre se sacrificara por mí.
»[Mattos no dijo nada.]
»—Usted mató a mi padre. Yo maté a mi padre. Mi mujer y mi madre mataron a mi padre. Él era un portugués viejo que no sabía fingir ser lo que no era, un asesino, aunque fuera para proteger a su hijo.
»—Ahora es demasiado tarde. Las cosas nunca son como son; así es la vida.
»—Quiero que usted me detenga.
»—El caso está cerrado.
»—Deténgame.
»Mattos agarró a Cosme por los brazos y lo arrastró como a un muñeco por la oficina. El estómago le ardía. Empujó contra la pared el cuerpo frágil y pequeño.
»—Oye... no puedo y no quiero detenerte por ese crimen. No puedo aligerar tu conciencia, ni la de tu mujer, ni la de tu madre. No seas estúpido. No se puede hacer nada más. ¡Lárgate y no vuelvas; no quiero ver tu cara nunca más! Vive con ese horrible recuerdo el resto de tu vida, como yo también tendré que hacer.
»—Doctor...
»—¡Fuera! ¡Fuera!
»Mattos, siempre agarrando a Cosme por los brazos, lo llevó hasta la puerta de la oficina, empujándolo con violencia hacia el pasillo, por donde lo arrastró hasta la puerta de la calle.»1
Así termina de contar el escritor brasileño Rubem Fonseca una historia trágica dentro de otra en su novela histórica titulada Agosto, en la que un padre se sacrifica y muere por su hijo. Prácticamente lo contrario sucede en el caso de nuestra salvación espiritual: es Jesucristo, el Hijo de Dios, quien se sacrifica; pero no muere por el Padre celestial sino con su consentimiento a fin de que se cumpla su plan para salvar de la condenación a la humanidad perdida.2 Más vale que, así como en el caso del hijo de la historia que cuenta Fonseca, reconozcamos que fuimos todos nosotros quienes matamos al Hijo, ya que Él murió por nuestra culpa y por nuestro pecado, y que se lo confesemos a Dios el Padre para que nos perdone y nos limpie de toda maldad.3
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