En el año 1701 los indios chiriguanos, del pueblo guaraní, navegaron el río Pilcomayo hasta llegar a la frontera del imperio de los incas. En el Valle de Salinas divisaron, maravillados, las primeras alturas de los Andes, y decidieron sentar bases.
Un día aparecieron en su comarca, también después de mucho andar, los frailes franciscanos de Chuquisaca. En sus alforjas llevaban objetos extraños y fascinantes. Afortunadamente, no se hicieron rogar los mensajeros de Dios antes de abrir y mostrarles aquellos objetos. Más bien, aprovecharon el visible interés que manifestaron para comunicarles, por medio de intérpretes, que eran libros sagrados. Como aquellos indígenas nunca antes habían visto el papel, ni se les había ocurrido que lo necesitaban, no tenían en su propio idioma ninguna palabra para llamarlo. Así que cuando se enteraron de que el papel servía para enviar mensajes a los amigos que estaban lejos, decidieron ponerle por nombre «piel de Dios».1
El que los chiriguanos relacionaran el papel con la piel no tiene mayor importancia, pues desde tiempos antiguos hasta hoy se escribe y se forran libros en pergamino, que procede precisamente de la piel de animales. Pero es muy significativo que esa piel fuera la de Dios, y que la razón fuera que el papel sirve para enviar mensajes a los amigos que están lejos. Porque lo cierto es que Dios el Padre, desde el cielo lejano, envió a la tierra a su Hijo Jesucristo como su mensaje encarnado, forrado con piel humana,2 a fin de dar la vida por nosotros y así identificarse como el amigo que más nos ama. Antes de morir, Cristo dijo que «nadie tiene amor más grande que el dar la vida por sus amigos».3 Con eso nos dio a entender que su muerte serviría no sólo para salvarnos, sino también para demostrarnos que es nuestro mejor amigo.
Lo que Dios espera de nosotros es que correspondamos al supremo amor de Cristo aceptando su oferta de amistad. No tenemos que hacer nada para merecerla, pero sí tenemos que aceptarla para que se haga realidad en nuestra vida. De nada nos sirve que Cristo haya dado la vida por nosotros si no le entregamos la nuestra a Él. ¿Por qué no le enviamos un mensaje de vuelta al que nos ofrece la mejor amistad del mundo? Digámosle: «Querido Señor Jesucristo, gracias por tu amor y tu amistad. Los acepto consciente de que no he hecho ni jamás podré hacer nada para merecerlos. Perdona todo pecado que he cometido y toda infidelidad pasada de la que sea culpable. Toma posesión completa de mi vida. Ayúdame a servirte de todo corazón y a ser fiel amigo tuyo hasta la muerte. Gracias porque, lejos de estar distante, has querido estar conmigo hasta el fin del mundo.4 Y gracias porque un día te limitaste a piel humana como la mía, para que la mía pueda un día ser glorificada como la tuya.»
|