En el año 1897 una monja italiana le escribió al Papa León XIII sugiriéndole que proclamara un ciclo de nueve días de oración al Espíritu Santo. En la carta le recomendó específicamente que fuera entre las fiestas de Ascensión y Pentecostés, en conmemoración del tiempo que los ciento veinte discípulos de Cristo pasaron juntos esperando que se cumpliera la promesa del Padre de que serían bautizados con el Espíritu Santo. Ante el asombro de los amigos de aquella religiosa, el papa no solamente leyó la carta, sino que el 9 de mayo de ese mismo año promulgó una encíclica «Sobre el Espíritu Santo» y llamó a la Iglesia a que renovara su aprecio por el Espíritu Santo y sus dones.1 Como resultado, millones de católicos, desde los teólogos hasta los feligreses, renovaron su interés en el Espíritu Santo de un modo que no se había visto en la Iglesia durante muchos siglos. Aquella monja también recomendó que el papa le dedicara al Espíritu Santo el siglo veinte que se acercaba, con el himno «Ven, Espíritu Santo» el primer día del siglo. Y así se hizo el primero de enero de 1901.
La monja se llamaba Elena Guerra. A pesar de ser una persona poco conocida, ejerció gran influencia en su generación. Siguió los deseos piadosos de su corazón y, pasando por alto el protocolo tradicional, se armó de valor para pedir algo importante que realmente agradaba a Dios.2
Muchos consideran que el siglo veinte fue el siglo del Espíritu Santo. Tanto en sus primeras dos décadas como en sus tres últimas, el siglo veinte fue testigo de un extraordinario derramamiento del Espíritu Santo, lo cual también se ha denominado una renovación carismática. Esto se debe a que la palabra «carisma» en el griego es la que traducimos como «don», y fueron precisamente los dones del Espíritu Santo los que se manifestaron de un modo sobrenatural en el transcurso del siglo.
¿Habría ocurrido todo esto si Sor Elena Guerra no hubiera tomado la iniciativa de pedirle al Papa León XIII que ensalzara a la persona del Espíritu Santo? De seguro que la primera en contestar que sí sería ella misma, pues estaba consciente de que el Espíritu Santo es soberano, es decir, que se manifiesta como quiere, cuando quiere y donde quiere. Sin embargo, es probable que si Sor Elena pudiera escribirnos una carta en el siglo veintiuno, nos pediría que no nos limitemos a rememorar los derramamientos y las renovaciones espirituales del pasado, sino que cada uno, en nuestra adoración personal y colectiva, sigamos dándole al Espíritu Santo el lugar que tanto merece. Y de paso le pediría a la jerarquía eclesiástica del mundo actual que tome la iniciativa de llamar a la Iglesia a una renovación espiritual, así como lo hizo la jerarquía eclesiástica del siglo veinte.
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