Ingrid Checha, de apenas dos años de edad, estaba jugando en su domicilio. Ella vivía con sus padres en el piso decimocuarto de un edificio de departamentos en Caracas, Venezuela. En cierto momento la niñita, ilusionada con lo que veía afuera, trató de abrir la ventana. Ésta cedió repentinamente, y la pequeña se precipitó al vacío.
Cayó desde una altura de sesenta metros, pegando contra el techo de zinc de un estacionamiento de vehículos que había abajo, y rebotando sobre el techo de un automóvil. Cuando corrieron a recogerla, dieron por sentado que la chiquita tuvo que haberse destrozado, pero la encontraron llorando, con sólo algunos raspones y magulladuras. «¡Un milagro!», exclamaba la gente, y ciertamente lo era.
Llevaron a la niña al hospital y la sometieron a un período de observación, pero los médicos afirmaron que había quedado en estado increíblemente magnífico.
¿Qué había pasado? Este es uno de los milagros de la naturaleza humana. Los que saben de esto dicen que los infantes reaccionan instintivamente al peligro y en eso tienen una gran ventaja en las caídas.
Cuando un adulto se siente caer, pone rígidos todos sus músculos, con el resultado de que al golpear contra el suelo parece como si fuera de vidrio, y se quiebra, se rasga, se parte y se corta. Pero el infante instintivamente afloja todo su cuerpo, que parece hacerse de goma, y amortigua entonces el choque.
Como que hay, en esto, una lección grandísima para la vida del hombre. Los golpes que recibe nuestra alma son más fuertes, más complejos, más problemáticos y más permanentes que los golpes del cuerpo. El diario vivir nos enfrenta con frustraciones súbitas, con desastres azarosos, con pérdidas inesperadas. El resultado es la frustración, la angustia, la agonía y el dolor.
Si ante estos golpes endurecemos el corazón, nos ponemos rígidos y obstinadamente decimos que con nuestra propia fuerza saldremos adelante, corremos el peligro de hacernos pedazos. Eso le ha ocurrido a muchos.
En cambio, si nos ablandamos en humildad, enterramos nuestra obstinación y sacrificamos nuestro orgullo, podremos rebotar de lo que sería un desastre. Solos no podemos resistir los golpes de la vida, pero si nos humillamos ante Dios, Él nos dará su mano de ayuda. Sólo tenemos que rendirnos en sumisión y entregarle dócilmente nuestra alma a Cristo. Confiemos en su divino amor.
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