Si bien el 28 de julio de 1821 se proclamó la independencia del Perú en la Plaza de Armas de Lima, las fuerzas españolas no se retiraron hasta ser derrotadas en Junín y Ayacucho en 1824. En ese intervalo ocuparon gran parte del territorio peruano bajo el mando del virrey La Serna, mientras que el ejército libertador sólo ocupaba los departamentos del norte y del centro.
Incapaces de ofrecer resistencia a las tropas españolas, los patriotas sufrieron serios reveses en las Batallas de Torata y Moquegua a fines de enero de 1823. El 19 de junio el ejército español, aprovechando que aún no habían llegado las tropas al mando de Simón Bolívar, volvió a apoderarse de la ciudad de Lima, no sin antes obligar la retirada del gobierno peruano independentista, junto con el Congreso, que se refugiaron en los castillos del Real Felipe en el Callao.
Ya desde 1820 un humilde pescador de San Pedro de los Chorrillos, José Olaya Balandra, había servido a la patria llevando a la escuadra libertadora correspondencia de los patriotas de Lima. Así que no era de extrañarse que en junio de 1823 Olaya volviera a ofrecerse para llevar, desde el centro de Lima, mensajes que comunicaran los movimientos del ejército español al mariscal Sucre, que se hallaba en el Callao. Pero lo extraordinario del caso es la forma en que Olaya entregaría esos mensajes: cruzando a nado, una y otra vez, el trecho entre Chorrillos y el Callao.
El 27 de junio el gobernador español en Lima, don Ramón Rodil, enterado de los movimientos de Olaya, mandó detenerlo. Una vez que condujeron a Olaya a Palacio, lo torturaron por negarse a revelar los nombres de los patriotas que remitían las cartas. Primero le aplicaron doscientos palos de castigo, luego le arrancaron las uñas de las manos, y finalmente lo colgaron de los pulgares y lo atormentaron con las llaves de un fusil. Pero todo ese martirio fue en vano: no confesó nada.
Dicen que al comunicársele su sentencia de muerte por fusilamiento, Olaya respondió: «Si tuviera mil vidas, todas ellas las daría por mi patria.»
El 29 de junio de 1823 condujeron a José Olaya a la Plaza de Armas para ser ejecutado. La pena se cumplió a las once de la mañana en el Callejón de Petateros, actualmente el Pasaje Olaya, ubicado al costado de la plaza.1
Vale la pena notar que la inmolación de José Olaya, héroe de la historia peruana, se parece en varios aspectos a la de Jesucristo, Héroe de la historia universal. Pues Jesucristo se hizo hombre y murió ejecutado, colgado en una cruz como un vil criminal, pero no sin antes sufrir el martirio de golpes, azotes y espinas. «Maltratado y humillado, ni siquiera abrió su boca —profetizó Isaías—; como cordero, fue llevado al matadero.»2 No tenía mil vidas que dar, pero la que dio valía por millares de millares, pues era la vida del unigénito Hijo de Dios entregada por todos los seres humanos. Y la dio por la promesa de una patria libre: la patria celestial que no tiene igual.
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