Sucedió en el suroeste de Colombia durante la campaña de Independencia que fue el último fulgor de la llamada «Patria Boba». El sargento Perdomo había abandonado las filas patriotas para pasarse a las realistas, pero quiso la suerte que al poco tiempo cayera prisionero de sus anteriores compañeros de armas. El comandante patriota no tardó en ordenar que lo pusieran en capilla para ser fusilado. El soldado Espinosa, que tenía sólo dieciocho años, estaba sentado fuera de la puerta del calabozo haciéndole la guardia al desertor cuando se le presentó una hermosa joven con el cabello alborotado y las manos juntas en señal de súplica. Estaba llorando a mares, pero su llanto, en lugar de opacar la belleza de su rostro, le daba un singular atractivo. Era una hija del condenado, y venía a rogarle al joven soldado que le diera permiso de unas cuantas horas a su padre para ir a ver a su madre que se encontraba en un pueblo a orillas del río Patía. La desconsolada esposa estaba enferma de gravedad, y deseaba hablar por última vez con su marido para saber cuál era su voluntad en varios asuntos de importancia.
Conmovido tanto por las lágrimas como por la insistencia y la sinceridad con que hablaba la bella joven, Espinosa vaciló y finalmente aceptó la extraña proposición. Con temor y temblor abrió la puerta del calabozo, pero no sin antes exigirles a los dos que prometieran no hacerlo quedar mal ante sus superiores.
Fue un gran alivio el que sintió aquel guardia cuando el sargento regresó obediente a las pocas horas de haber salido. Y esta vez quiso la suerte que esa misma noche los realistas contraatacaran y los patriotas se retiraran, ¡de modo que Perdomo quedó libre!
Pasado un año, Espinosa fue a parar en la cárcel de Popayán. Allí le tocó el turno a él, pues los realistas lo pusieron en capilla. Pero de pronto oyó que alguien descorría los cerrojos y preguntaba por el alférez Espinosa. ¡Era nada más y nada menos que Perdomo! Si bien es cierto que no pudo conseguir que Sámano, el gobernador, pusiera en libertad a Espinosa, de todos modos se cree que su intervención contribuyó a que, a última hora, no fuera fusilado.
Con razón que en sus memorias don José María Espinosa, el abanderado de Antonio Nariño y conocido retratista de Bolívar, el Libertador, concluyera: «Tengo por experiencia que el bien que se hace con buena voluntad, tarde o temprano es recompensado por un camino o por otro, y cuando menos se piensa.»1
Con estas palabras Espinosa dio fe de un principio bíblico que nos dejó San Pablo, y que con frecuencia se ha repetido en los miles de Mensajes a la Conciencia que se han escrito y transmitido hasta la fecha: «Cada uno cosecha lo que siembra.»2 Lo que no se ha citado tanto, que aquí nos viene como anillo al dedo, son las palabras con las que el apóstol Pablo concluye ese pasaje: «No nos cansemos de hacer el bien, porque a su debido tiempo cosecharemos si no nos damos por vencidos. Por lo tanto, siempre que tengamos la oportunidad, hagamos bien a todos...»3
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