Un jardín repleto de hermosas y variadas flores era la estancia
principal de la casa, con un pequeño estanque en el centro y un
puentecito que lo cruzaba por encima permitiendo disfrutar del
exquisito paisaje que ofrecían los peces de colores de diversos
tamaños. A la derecha un diminuto santuario con el incienso siempre
exhalando sus volutas de humo, acariciando las alturas y perdiéndose
vaporosas en el cielo azul. El aroma a sándalo y flores silvestres
creaba un entorno extremadamente apacible, sosegador. La pareja paseaba
admirando la belleza que tanto trabajo les había supuesto a lo largo de
felices años juntos y cuidaban aquel edén como si de su propio amor se
tratase. Con delicados pulverizados de agua fresca, con mimos y
cortecitos diminutos en una poda precisa y perfecta. Acariciaban con
suavidad las hojas y susurraban dulces palabras a cada una de sus
plantitas con una ternura infinita.
Igual que germinaran nuevas plantas tras la época de polinización,
brotó del vientre de la mujer el más maravilloso de los regalos, un
hijo. Bendecidos con este presente, ambos cuidaron del niño de igual
manera que trataran a las plantas, educándole en la armonía de un
jardín sin malas hierbas ni perversos sentimientos, solo bondad,
generosidad y afecto por cada semilla de vida que entre el esplendor de
aquel paraíso se viera reflejada. Creció fuerte y delicado, sensible a
la belleza y amante de aquel arte que sus padres le inculcaran desde
que tuviera uso de razón, antes incluso. Aquel trío familiar era el
espejo de una vida plena, calma y feliz. Cada día lo celebraban entre
risas y juegos inocentes. Ducho en el arte de la meditación, seguía a
sus progenitores cada día hasta el santuario y colocaba una barrita de
incienso, cada día se permitía un perfume diferente elaborado con los
más finos aceites que algunas plantas le otorgaban plácidamente. Cada
día, paseaba después a solas y se detenía apoyado en la débil
barandilla del puente sobre el estanque y miraba divertido el continuo
devenir de los peces.
Hubo un momento en que el muchacho comenzó a mirar con aire de
tristeza aquella profundidad acuática, más allá de los peces de colores
y su pensamiento se perdía en divagaciones sobre el futuro. Miraba
entonces de reojo a sus adorables padres, ya ancianos, marchitos entre
los floridos senderos del vergel, y pensaba que pronto habría de
decirles adiós, pues no tardaría el día en que la muerte viniera a
llevárselos consigo. Le habían enseñado que esta vida no era más que un
camino de aprendizaje, que volverían para continuar con las enseñanzas
que ahora dejaran pasar de largo y que volverían a reunirse con su
amado hijo. Pero estas palabras no le consolaban, pues preveían una
pérdida aún más cercana y sentía que estas palabras se hundían en su
corazón al ser pronunciadas como preparatorio inminente de lo que
vendría. No se sentía preparado para tan duro golpe, pero sabía que
habría de asumirlo y aceptarlo, disfrutar de los días que le quedaran
junto a sus amados padres. Así lo hizo, no sin pasar por alto las
frecuentes escapadas que ahora, viendo ya de cerca el fin, acababan
siempre en un llanto mudo, aumentando y salando las dulces aguas que
bajo sus pies daban cobijo a aquella microfauna.
Uno de esos días, volvía de su paseo vespertino y no pudo más que
sumirse en una angustiosa congoja al ver como sus ancianos padres
decidían dejar esta vida. Con una sonrisa le dejaron verles partir,
pues decían ya había llegado su hora y le encontraban preparado.
Emitieron unos sabios consejos que se limitaban a recordar al joven
todo lo que durante su vida le habían enseñado, a difuminar la pena y a
cuidar de aquel precioso jardín en su ausencia. Ambos le pidieron ser
recordados cada día en aquel espacio, sabiendo que estas palabras
sobraban. Entonces enmudecieron con una sonrisa, plenos de acabar esta
vida satisfechos de los frutos que se les había otorgado con
generosidad. El muchacho hizo los honores pertinentes y dijo adiós a
sus venerados progenitores.
Muchas noches pasaba en vela o atormentado por terribles pesadillas
en las cuales veía a sus padres pudriéndose como plantas descuidadas.
Entonces corría hacia el santuario y encendía un par de varillas de
sándalo o jazmín. Así, pasaba el resto de la noche hasta que los
cálidos tonos anaranjados del alba le bañaban el rostro que amanecía
siempre con lágrimas de añoranza. Una de esas noches, su sueño fue
inquieto pero no temible, pues veía aparecer a sus padres en forma de
bellas mariposas que le alentaban a superar el trance y encauzar su
vida hacía la felicidad que merecía. Aleteaban sobre las flores del
jardín, sonriéndole con su divertido vuelo y sus alas plagadas de
brillantes y llamativos colores. La mañana le despertó por primera vez
en semanas en su propio lecho y las únicas lágrimas que corrían por su
rostro eran de júbilo. Entonces se desperezó grácilmente y se dirigió
alegre hacia el estanque. Saludó el día y agradeció los dones que la
vida le había dado frente al santuario que ahora le recibía con
renovada energía. Un susurro le llamó la atención y le hizo volverse
repentinamente, sobre su cabeza aleteaban vivarachas un par de
mariposas, con porte majestuoso revoloteaban de flor en flor,
rodeándole en un divertido juego. Reconoció entonces en ellas a sus
padres, de igual forma que se presentaran en sus sueños. Una sonrisa de
gozo inundó la cara del muchacho y comenzó a reír hasta caer al suelo
con las manos sobre el vientre, cuando se recupero enjugó sus lágrimas
cargadas de emoción y dio gracias por aquel maravilloso regalo que el
destino le había dado. Comprendió así el concepto de la rueda de la
vida que le mentaran sus padres antes de morir. Entendió los entresijos
que tras la reencarnación se ocultaban. Se supo conocedor de una gran
verdad que antes se negara a escuchar y aceptar, la vida no acaba aquí,
este solamente es un camino más y en él hay que caminar, aprender,
enseñar… siempre queda una puerta abierta tras aquella que se cierra.
La rueda de la vida nunca deja de girar.
Extraído del libro “Senderos de Mitología Olvidada?? de Víctor Morata Cortado