Un licuado de frutilla y tres apretones de mano por favor.
A mi mamá le encantaban los licuados de frutilla. Siempre me divertía caer en su casa y sorprenderla con su refresco favorito.
En sus últimos años, mis padres vivieron en un centro geriátrico. Debido en su parte al estrés provocado por la enfermedad de Alzheimer de mamá, papá se enfermó y no pudo seguir cuidándola. Vivían en cuartos separados aunque pasaban juntos todo el tiempo que podían. se querían muchísimo. Tomados de la mano, aquellos amantes de pelo plateado caminaban por los pasillos y visitaban a sus amigos dándoles amor. Eran los “románticos” del centro geriátrico.
Cuando me di cuenta de que el estado de mi madre empeoraba, le escribí una carta de agradecimiento. Le dije lo mucho que la quería, le pedí perdón por mis maldades cuando era chico. Le aseguré que era una gran madre y que estaba orgulloso de ser su hijo. Le dije cosas que había querido decirles durante mucho tiempo pero era demasiado obstinado para expresarlas, hasta que me di cuenta de que tal vez ella podía no estar en condiciones de comprender el amor que había detrás de mis palabras. Era una carta detallada de amor y culminación. Papá me contó que muchas veces pasaba horas leyendo y releyendo la carta.
Me entristeció saber que mi madre ya no sabía que yo era su hijo. A menudo preguntaba: “Dime, ¿Cómo te llamas?”. Y yo le respondía con orgullo que mi nombre era Larry y que era su hijo. Ella sonreía y me tomaba la mano. Ojalá pudiera volver a experimentar aquel contacto tan especial.
En una de mis visitas, pasé por un local de venta de refrescos y les compré a papá y mamá un licuado de frutilla a cada uno. Primero pasé por la habitación de ella, volví a presentarme, charlé unos minutos y lleve el otro licuado al cuarto de papá.
Cuando regresé, casi lo había terminado. Se había recostado a la cama para descansar. Estaba despierta. Los dos nos sonreímos cuando me vio entrar e la habitación.
Sin una palabra, acerque una silla a la cama y le tomé la mano. Era un conexión divina. Silenciosamente, le afirmaba mi amor por ella. En la quietud, sentía la magia de nuestro amor incondicional pese a saber que no era consciente de quien estaba sosteniendo su mano. ¿O era ella quién sostenía la mía?
Al cabo de unos diez minutos, sentí que me apretaba tiernamente la mano una vez... tres veces. Fueron apretones breves, y enseguida me di cuenta de lo que me decía sin necesidad de oír palabras.
El milagro del amor incondicional se alimenta con el poder de lo divino y nuestra imaginación. ¡No podía creerlo! Aunque ya no podía expresar sus sentimientos más íntimos como antes, no hacía falta ninguna palabra. Era como si volviera por un breve instante.
Muchos años antes, cuando mis padres eran novios, ella había inventado esa forma especial de decirle a papá: “Te amo” mientras estaban sentados en la iglesia. El le apretaba luego tres veces la mano, para responderle: “Yo también”.
Le di dos apretones suaves. Volvió la cabeza y me dirigió una sonrisa cariñosa que nunca olvidaré. Su semblante irradiaba amor.
Recordé sus expresiones de amor incondicional por mi padre, nuestra familia y sus innumerables amigos. Su amor sigue influyendo profundamente en mi vida.
Transcurrieron ocho o diez minutos. No se pronunciaron palabras. De pronto me miró y dijo despacito estas palabras: “Es importante tener a alguien que te ame”.
Lloré. Eran lágrimas de alegría. Le di un abrazo cálido y tierno, le dije cuanto la quería y me fui. Mi madre murió poco tiempo después.
Pocas palabras fueron dichas aquel día; fueron palabras valiosísimas. Siempre guardaré aquellos momentos especiales como un preciado tesoro.
Viajera....
Para caminar por los acantilados, uno debe tener las manos libres.