Tejes. Callamos. Yo leo,
que es mi modo de tejer.
La casa empieza a tener
frialdad de mausoleo.
—Hace frío.
—Sí; hace frío.
—Pon otro poco de leña.
En el cuadro un árbol sueña
y frente a él corre un río.
—Rafael no viene más.
—Ya no viene más Irene.
—¿Y Dora?
—¿Y Pedro?
—¿Y Tomás?
—Ya ninguno de ellos viene.
Además, ¡cuántos se han ido
por éste o aquel sendero!
Otros nacieron, pero
también los hemos perdido.
Transcurren unos minutos
en una quietud tan pura
que el tejido y la lectura
son perfectos y absolutos.
—¿Oyes? Salen de la escuela
los chicos.
—Pues, ¿qué hora es?
Hablan y cantan. Después
sólo queda una estela.
—¿Han llamado?
—Sí, han llamado.
Nadie ha llamado a la puerta.
Está la calle desierta
como un camino olvidado.
El reloj marca una hora
cualquiera en la eternidad.
Esta sí es la soledad.
Nunca la sentí hasta ahora.
—Es tarde.
—Es tarde.
Cerramos
la llave de luz. Salimos.
—Hasta luego.
Y nos dormimos.
Y después despertamos.
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