En momentos de pesar o tristeza, quizás me dirija a mis fuentes de consuelo familiares: comidas favoritas, amigos amorosos o me regale algo; mas para consuelo duradero me dirijo a Dios.
Reposo en Su amor. Tranquilamente dejo ir mis preocupaciones. En el Silencio regreso a la verdad: el deseo de Dios para mi vida es siempre lo mejor y más elevado.
Cierro los ojos, respiro profunda y lentamente y siento la presencia consoladora del Espíritu. Mi corazón se llena de la calidez del amor de Dios. Cualquier preocupación que pueda tener se disipa, y mi fe es fortalecida. Estoy inmerso en el amor infalible del Espíritu. Descanso seguro de que soy valorado, guiado y protegido por mi Creador.
Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Consolador, para que esté con ustedes para siempre.—Juan 14:16
Mis amigos me brindan aceptación, y experimento el amor de Dios.
Hoy en día existen muchas prácticas espirituales disponibles —desde yoga hasta escribir poesía. Algunas personas meditan y otras pintan para expresar su gratitud. ¿Es hora de que yo emprenda algo nuevo? Dejo ir cualquier temor de que mis seres queridos no acepten mis nuevas prácticas.
Acudo a Jesús por inspiración. La gente en su pueblo de Nazareth lo recordaban como el hijo de un carpintero. No reconocieron su sabiduría. Mas esto no impidió que Jesús compartiera su mensaje de amor.
Jesús creó un nuevo círculo de amigos. Sigo su ejemplo y me vinculo con personas afables. Mis amigos me alientan y me retan a crecer. Encuentro aceptación en nuevas amistades y experimento el amor de Dios.
De cierto les digo que ningún profeta es bien recibido en su propia tierra.—Lucas 4:24
Le doy la bienvenida a la vida atento al momento presente.
Quizás la tecnología me lleve a realizar múltiples actividades a la vez. Puede que coma mientras veo la televisión; hable por teléfono mientras paseo por la naturaleza o revise mi correo electrónico mientras almuerzo con un amigo. Mas hacer varias cosas a la vez impide que esté plenamente presente.
Para restaurar la armonía, practico el arte de enfocar la atención en el momento presente. Al comer, saboreo cada bocado disfrutando de las texturas y sabores. En la naturaleza, escucho el trinar de los pájaros y noto la belleza del paisaje. Estoy plenamente consciente en mis conversaciones y escucho con empatía. Si mis pensamientos divagan, tiernamente los traigo de nuevo a este momento. Despierto y atento, acojo mi vínculo con la vida.
En verdes praderas me hace descansar, a las aguas tranquilas me conduce.—Salmo 23:2
Las circunstancias de mi vida con frecuencia reflejan mi estado mental. Si pienso que estoy atascado, tal vez necesite realinear mis valores y prácticas espirituales.
En oración, presto atención a mi mente y corazón. Con compasión veo si he estado viviendo fuera de armonía con los principios de la Verdad. Puede que sienta resentimiento hacia otra persona o que esté viviendo partiendo del temor en vez de la fe.
Estar consciente de cualquier discordia me empodera para transformarla. Le entrego la situación a Dios con amor. El Amor divino restaura el fluir natural de mi vida. Al estar más en armonía con mi ser mayor, mis relaciones con los demás y mis reacciones a los sucesos de la vida se tornan más afables y apacibles.
Y los que procuran la paz, siembran en paz para recoger como fruto la justicia.—Santiago 3:18
En algunos lugares del mundo, cuando los días fríos se acercan, los animales se preparan para invernar y los árboles sueltan sus hojas. Instintivamente se mueven de una estación a otra. Los seres humanos tendemos a resistir el cambio, aunque sabemos que es una parte esencial de nuestro crecimiento.
Si encuentro que lucho con los cambios, recuerdo que estoy capacitado y preparado para manejar con éxito cada estación de mi vida. Visualizo que tal como los árboles sueltan sus hojas, yo suelto toda creencia y modo de ser que no sea para mi mayor bien. Sigo el ejemplo de los animales que invernan y brindo a mi mente y cuerpo momentos de quietud y reflexión. Mi vida sigue un patrón divino, y emerjo más fuerte, sabio y afable de cada estación.
Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora.—Eclesiastés 3:1