Había una vez un jaivita que se llamaba "Centolla" y vivía en una hermosa
playa, donde había cientos y más cientos de jaivitas, escarabajos y otros
animales chiquititos del mar. Era un lugar muy agradable, se podían ver
kilómetros y más kilómetros de mar. En los días claros y luminosos se
distinguían a la distancia los barcos que pasaban y lejos, muy lejos de la costa
se podía ver una pequeña isla rocosa.
Centolla era una jaivita de tierna edad. No era más grande que la uña de
vuestro dedo pulgar. ¡Qué chiquitita! ¿No es cierto? Pero aunque Centolla era
tan pequeña, llegó un día en que tuvo que preocuparse de sí misma y buscarse
su propia comida, como lo hacían sus hermanitas y sus primos, porque todos
los papás y las mamás jaivas se fueron a la isla rocosa a tomar un día de
vacaciones. El agua lejos de la costa era muy fría y muy profunda, y cuando
soplaba el viento Norte, olas enormes rugían y se estrellaban contra las rocas.
Era un lugar demasiado peligroso para las jaivas bebés, por eso es que las
dejaron en sus casitas de la playa.
¿Han visto ustedes alguna vez una casita de jaiva? No se parece en nada a
nuestras casas. Los pisos son de arenita suave y húmeda y las murallas son
muy bajas y también de arena. No tienen ni puertas ni ventanas. Cuando una
jaivita quiere salir o entrar, hace un hoyito en la muralla y pasa por ahí. El
techo es la única parte sólida de la casa, conssite en una piedra lisa y plana,
puesta sobre la arena. Tal vez algunos de ustedes han descubierto estas casas.
Están generalmente a la orilla del agua. Si ustedes hubieran sacado la piedra
que constituye el techo de una casa de jaivas, habría habido una conmoción
muy grande; todas las jaivitas y cangrejos se habrían puesto en fuga lo más
rápido posible, para esconderse en otra casa vecina. Imagínense el inmenso
terror que les daría a ustedes si un día viniera un gran gigante y levantara el
techo de su casa. ¿No sentirían deseos de correr y ocultarse?
Centollita tenía muchos y grandes amigos. Era una jaivita muy inteligente.
Podía correr de lado y también hacia atrás. Conocía todos los juegos que sabe
hacer el lenguado. El amigo a quien más quería era a un gran cangrejo negro
de mar que era tan negro y reluciente como un zapato de charol y era
sumamente cortés. Pertenecía a una antigua y noble familia de cangrejos de
mar. Quería mucho a Centolla y la costumbre de ambos era comer juntos
todos los días, en la poza de las Algas Marinas.
Un día cuando la campana de caracol de mar sonó para comer. Centolla no
apareció. El cangrejo de mar la esperó un largo rato; pero ella no aparecía.
Aunque tenía mucha hambre no pensaba comer hasta que no llegara su
pequeña amiguita, era todo un caballero. Cuando ya se estaba empezando a
alarmar, la vió venir corriendo hacia él. Al instante le ofreció su brazo y la
llevó hacia un rincón tranquilo, donde la comida estaba lista. Centolla no pudo
comer nada y cuando él le pidió que le dijera el porque, casi lloró. Habría
llorado, tal vez, si no hubiera sido una valiente jaivita que sabía que llorar es
una tontería. Le contó al cangrejo que había decidido ir a la isla de rocas que
había en el mar.
Al pobre cangrejo le dió mucha pena, se puso completamente pálido y no
pudo servirse tampoco su comida. Se sintió muy mal cuando una lágrima se
resbaló por su nariz; pero la limpió muy ligero con una de sus antenas, para
que Centolla no se fuera a dar cuenta que estaba llorando. Sabía que aun
cuando Centolla era todavía una jaiva muy chiquitita, tenía lo que se llama
"una mente con personalidad", lo que realmente significa que tenía una
manera propia para hacer las cosas y que si había decidido irse al mar, nada
podría detenerla. El cangrejo no podía soportar el pensamiento de que iba a
perder a su querida compañera de juegos y le rogó que se quedara; pero a
todas sus súplicas ella ponía oídos sordos, diciendo que estaría más segura en
las aguas profundas. "Usted no sabe la espantosa experiencia que tuve hoy en
la mañana", dijo Centolla. "Si la supiera no me pediría que me quedara".
"Cuéntemela", le imploró el cangrejo.
"Se la voy a contar", le contestó Centolla. "Esta mañana me estaba divirtiendo
con el pez-sol en la poza, cuando de repente el agua empezó a sacudirse y a
temblar. No me podía dar cuenta de la causa de esto que parecía un temblor y
me sentí completamente aturdida. Después, dos grandes criaturas entraron
salpicando agua a la poza donde yo estaba.