El hombre es la más elevada de las criaturas.
La mujer la más sublime de los ideales.
Dios hizo para el hombre un trono; para la mujer un altar.
El trono exalta; el altar santifica.
El hombre es el cerebro, la mujer el corazón.
El cerebro produce luz; el corazón produce amor.

La luz engendra; el corazón resucita.
El hombre es fuerte por la razón:
la mujer es invencible por las lagrimas.
La razón convence; las lagrimas nos conmueven.
El hombre es capaz de todos los heroísmo;
la mujer de todos los martirios.
El heroísmo nos hace nobles; el martirio sublima.
El hombre tiene la supremacía; la mujer la preferencia.
La supremacía significa fuerza; la preferencia el derecho.

El hombre es un genio; la mujer un ángel.
El genio es inmensurable; el ángel indefinible.
La aspiración del hombre es la suprema gloria;
la aspiración de la mujer es la extrema virtud.
La gloria hace todo grande; la virtud hace todo divino.
El hombre es la ley; la mujer el evangelio.
La ley corrige; el evangelio perfecciona.

El hombre piensa; la mujer sueña.
Pensar es tener una larva en el cráneo;
soñar es tener una aureola en la frente.
El hombre es un océano; la mujer un lago.
El océano tiene la perla que adorna;
el lago la poesía que encanta.
El hombre es un águila que vuela;
la mujer un ruiseñor que canta.
Volar es dominar el espacio;
Cantar es conquistar el alma.
El hombre es un templo;
la mujer un santuario.
Ante el templo nos descubrimos;
ante el santuario nos arrodillamos.
En definitiva:
el hombre está localizado donde la tierra termina;
la mujer donde el cielo empieza.

