La mulata de Córdoba: así llamaron las gentes a una mujer cuya vida transcurría en circunstancias tan misteriosas que no podía por menos de excitar la curiosidad de los cordobeses.
Es lo cierto que la mulata era una muy bella... Iba a decir joven; pero ¿quién podría calcular la edad de aquella mujer? Había nacido hacía tanto tiempo que ni el más viejo de los hombres recordaba cuándo la había visto por primera vez. Años y años pasaron sobre ella, y con ellos parecía aumentar su hermosura y lozanía. Su piedad y recato no eran menores que su belleza y no amenguaban lo más mínimo su atrayente ingenio y gracioso donaire. Muchos rondadores la cercaban; mas ninguno pudo jactarse de haber alcanzado el menor éxito, y cuentan que no pocos eran varones de alta calidad y envidiables prendas. Los cordobeses - y cordobesas - no dejaban de hacer cábalas sobre tan inexpugnable resistencia, y concluyeron por afirmar que la mulata había vendido su voluntad al diablo
Tal conclusión les permitió explicarse otros inexplicables misterios de la extraña mujer: su inagotable belleza, su vida retirada y, sobre todo, la procedencia de sus bienes y riquezas. La mulata vivía magníficamente; su casa era un palacio de ensueño. Mas nadie sabía de dónde le venían tan pingües recursos.
Pero todavía había más. Todos estaban conformes en admitir que la mulata era mujer para quien no había nada imposible. A ella acudían los enamorados, los esposos celosos y la novia que penaba la ausencia de su amante. Todos encontraban un consuelo o un consejo, cuando no les desvelaba, con sorprendente clarividencia, cualquier misterio. Y a los pobres y necesitados, ella les daba apoyo y les repartía bienes. Las gentes la admiraban. Bien pronto su nombre fue personalización del poder que excede lo humano. «¿Crees que soy la mulata de Córdoba?» era la fórmula que expresaba que una pretensión superaba lo factible.
Tan extraordinario poder se hermanaba con un desinterés también extraordinario. Y como uno y otro - acaso más el otro que el uno eran inconcebibles para las mentes sencillas de los buenos cordobeses, se dedujo una explicación sencilla y lógica: la mulata de Córdoba era bruja.
En aquellos tiempos, una reputación tal no podía mantenerse largo tiempo en el anonimato. Muy pronto intervino el Tribunal de la Inquisición. Sus emisarios se presentaron en casa de la mulata, la prendieron y se la llevaron, dejando un tanto malparado su arte nigromántico y adivinatorio. Cargada de cadenas y dentro de una jaula, fue trasladada a la capital, a México. Hasta el calabozo la acompañó la complacida expectación de un populacho insensible, que seguía con la mirada a aquella noble figura aureolada de imperturbable y dulce serenidad, que avanzaba hacia un destino tan trágico como injusto.
Su proceso duró largo tiempo. La primera providencia que se tomó fue la confiscación de todos los bienes. Después se procedió a la revisión de la causa y se pronunció la fatal sentencia. Aquella mujer caritativa y piadosa fue condenada al Auto de Fe. Y, en último escarnio, se pretendió que, junto a ella, fueran ejecutados numerosos herejes y hechiceros de toda índole
Ya se alzaba en la Plaza Mayor, en el Quemadero, el tinglado de la trágica farsa. Mas la mulata, no queriendo defraudar a los que mantenían enconadamente el pabellón de su brujería, vino a última hora a darles la razón. El día anterior a aquel en que había de tener lugar el Auto de Fe, el carcelero entró muy de mañana en la celda de la prisionera, para darle el desayuno. Encontró a la mulata de pie, serena y apacible, como siempre. Un precioso vestido de ricas telas le caía hasta, los pies; espléndidas joyas realzaban su belleza. Sonrió graciosamente al carcelero y le mostró un barco que aparecía dibujado en la pared: sus velas estaban hinchadas, como a impulsos de impaciente viento, y el mar, hendido por potente proa, lamía, benigno, los costados del navío.
- Decidme, ¿qué necesita este barco para ser perfecto?
El guardia, reponiéndose de su asombro, le respondió:
- ¡Mujer desdichada, tú eres la que está muy lejos de ser perfecta! En cuanto a ese barco, está tan perfectamente bien dibujado que lo único que le falta es que navegue.
- Pues eso mismo va a hacer, dijo la mulata, ¡y muy lejos!
El guardia la miró, atónito, y luego miro a la nave.
- ¿Cómo puede ser posible? - preguntó.
Se acercó la mulata a la pared, alzó con leve y alada delicadeza la falda de su vestido y, ante la sorpresa del guardia, saltó airosa al barco. Saludó al asombrado carcelero desde la borda. El buque iba tomando cuerpo y su blanca masa se desprendía del muro; avanzó apacible, hasta perderse en la lejanía. Un blanco pañuelo, agitándose a lo lejos, despedía al estupefacto vigilante, que no acertaba a articular palabra.
Sombra
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