Relato latino de velorios: Fíjate que nunca he comprendido mucho eso de los velorios o velatorios, a pesar de que, en pueblos como el tuyo eran tan buenos como las verbenas o carnavales. La idea de un montón de gente haciendo guardia junto a un fiambre es algo descabellado. Algunos justifican el acto con el argumento de estar veinticuatro horas junto al cadáver, para estar seguros de que ha ñampiado realmente y no pide reenganche. Pero me confunde ese dato. Las pocas veces en que el muerto ha vuelto en sí, sentado en la caja con cara de susto, a su alrededor no ha quedado nadie. Si eso es cariño, me digo, que quieran a otro. Esto es tan cierto como que el voltio fue inventado por Voltaire y las canciones napolitanas las escribió Napoleón. La parte del velorio que ha resultado más sabrosa en la tradición popular es la que no disfruta el invitado especial: el convivio, que es el relajito, los chistes verdes, el cafetazo anunciado con el grito de: "ahí viene Pancho Prieto montado en su yegua blanca", el chocolate, la fuma de cigarros Vegueros, llamados, con sabia certeza "supertrancas de velorios o rompepechos", los chismes de actualidad y el deporte nocturno y alevoso de despellejar al prójimo, conocido también como rajar de la concurrencia, una práctica bastante en desuso ahora, pero que a los invitados les hacía sentir más vivos que nunca, sobre todo teniendo a mano la palpable y fría muestra del mes, en traje de majagua, expuesta a la concurrencia, las moscas confianzúas y al calor. Tarde o temprano, todos vamos a estar ahí —murmuró una vieja mirando el cajón y temblé cuando oí aquello. —Vení —me dijo otra vecina mostrando las paletas de sus negros dientes delanteros—, no hagas caso. Y en un intento por consolarme aseguró: —No te asustes, la gente religiosa no muere. Hilario no murió, está con nosotros. —¿Y quién está allí adentro? —y miré hacia todos lados.
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