¿Tú sabes lo que eres de mí? ¿Sabes tú el nombre? No es el que todos te llaman esa palabra usada que se dicen las gentes, si besan o se quieren, porque ya se lo han dicho otros que se besaron. Yo no lo sé, lo digo, se me asoma a los labios como una aurora virgen de la que no soy dueño. Tú tampoco lo sabes, lo oyes. Y lo recibe tu oído igual que el silencio que nos llega hasta el alma sin saber de qué ausencias de ruidos está hecho. ¿Son letras, son sonidos? Es mucho más antiguo. Lengua de paraíso, sanes primeros, vírgenes tanteos de los labios, cuando, antes de los números, en el aire del mundo se estrenaban los nombres de los gozos primeros. Que se olvidaban luego para llamarlo todo de otro modo al hacerlo otra vez nuevo son para el júbilo nuevo. En ese paraíso de los tiempos del alma, allí, en el más antiguo, es donde está tu nombre. Y aunque yo te lo llamo en mi vida, a tu vida, con mi boca, a tu oído, en esta realidad, como él no deja huella en memoria ni en signo, y apenas lo percibes, nítido y momentáneo, a su cielo se vuelve todo alado de olvido, dicho parece en sueños, sólo en sueños oído. Y así, lo que tú quieres, cuando yo te lo diga no podrá serlo nadie, nadie podrá decírtelo. Porque ni tú ni yo conocemos su nombre que sobre mi desciende, pasajero de labios, huésped fugaz de los oídos cuando desde mi alma lo sientes en la tuya, sin poderlo aprender, sin saberlo yo mismo.