Era la última noche, la noche de las tristes despedidas, y apenas si una lágrima empañaba sus serenas pupilas. Como el criado que deja al amo que le hostiga, arreglando su hatillo, murmuraba casi con la emoción de la alegría:
—¡Llorar! ¿Por qué? Fortuna es que podamos abandonar nuestras humildes tierras; el duro pan que nos negó la patria, por más que los extraños nos maltraten, no ha de faltarnos en la patria ajena.
Y los hijos contentos se sonríen, y la esposa, aunque triste, se consuela con la firme esperanza de que el que parte ha de volver por ella. Pensar que han de partir, ése es el sueño que da fuerza en su angustia a los que quedan; cuánto en ti pueden padecer, oh, patria, ¡si ya tus hijos sin dolor te dejan!
Como a impulsos de lenta enfermedad, hoy cien, y cien mañana, hasta perder la cuenta, racimo tras racimo se desgrana.
Palomas que la zorra y el milano a ahuyentar van, del palomar nativo parten con el afán del fugitivo, y parten quizás en vano.
Pues al posar el fatigado vuelo acaso en el confín de otra llanura, ven agostarse el fruto que madura, y el águila cerniéndose en el cielo.
|