Momentáneamente, el aislado cuarto sin ventanas quedó envuelto en la penumbra a causa de una violenta
variación en el voltaje. Un clic metálico se escuchó de pronto, y una nube de color verdoso brillo
bajo la pálida luz de una lámpara de escritorio.
Roger Krankeit sonrío complacido; no tenía fuerzas para más. Su mayor invento, finalmente, estaba hecho.
Después de días y noches de trabajo y sufrimiento, la mayor creación de la imaginación
humana había tomado forma: Krankeit acababa de inventar la tan soñada máquina del tiempo.
Orgulloso, contempló con deleite el pequeño artilugio lleno de cables y minúsculos botones.
Era pequeño, en efecto…perfecto para ser utilizado cuando Krankeit lo dispusiera; perfecto
para cumplir todas las posibilidades que había imaginado. Podría viajar al pasado
y absorber el conocimiento de las épocas y los grandes científicos. Conocería a Bohr, Einstein
o al mismo Galileo. Mejor aún, viajaría al futuro y utilizaría sus conocimientos para aplastar
a los hombres de ciencia modernos…podía hacer todo lo que quisiera.
Pero la ambición de Krankeit fue más allá de lo que había imaginado hasta entonces.
Sus pensamientos formaron una idea ansiosa y punzante: iría hasta el momento en que el hombre apareció en el mundo.
Contemplaría a los primeros humanos y, tal vez, hasta podría convertirse en una figura de adoración
al revelarles secretos y enseñanzas. Sí…sería un Dios para ellos.
El artilugio emitió un largo zumbido y dejó escapar una nube de humo amarillento por su punta
en forma de espina. Estaba ansioso por ser utilizado…
¡Al diablo el presente! Krankeit escaparía hacia el pasado y formaría su propio futuro,
un futuro en que el fuera el hombre más grande. Presionó algunos botones y su máquina
quedó lista para el viejo. Antes de ello, Krankeit se dirigió hacia un destartalado escritorio
y tomó un viejo y pesado revólver de calibre .45 Colt.
Potencia, justo lo que requería para su expedición. No sabía con que bestias prehistóricas podía
enfrentarse…lo mejor era ir bien preparado. Guardó el arma en un bolsillo de su blanca bata de laboratorio
y tomó entre sus brazos al pequeño artilugio. Bajó un par de palancas e –inmediatamente-
una niebla obscura y espesa cubrió sus ojos.
Una nausea terrible se apoderó de el y sintió que la cabeza se desprendía de su cuello.
La niebla, poco a poco, comenzó a disiparse, y Krankeit pudo ver con claridad. No se encontraba
ya en su miserable cuarto de trabajo. Ante sus ojos se extendía una llanura gigantesca y solitaria.
En el cielo brillaban tres soles anaranjados, y una serie de arbustos completamente desconocidos
poblaban el suelo fértil, hirviente de insectos negros y asquerosos. Algunas cuevas, probables refugios de bestias,
podían ser observadas a lo lejos, y Krankeit dirigió sus pasos hacia ellas; la fascinación
inicial se había convertido en la ansiedad del descubridor. Al acercarse a una gruta y encontrarla vacía,
escuchó un ruido sordo que provenía de su espalda. Giró su cuerpo y dejó escapar un grito al observar
la cosa que había estado detrás de el. Un ser horrendo, semejante a un mono deforme, lo miraba detenidamente
con unos ojos gigantescos y brillantes. El ser caminaba a cuatro patas, siendo estas velludas y enormes,
como las de un gorila. El monstruo abrió su horrenda boca, dejando ver una hilera de dientes putrefactos
y una lengua negra, mientras emitía un aullido temible, salvaje. Krankeit no esperó más.
Con un movimiento rápido echó mano de su revólver y descargó un tiro contra la bestia.
La detonación sonó brutalmente, y el eco se encargó de repetirla.
El monstruo cayó al suelo, herido fatalmente. Por un momento intentó arrastrarse por el suelo,
dejando un camino de sangre verde y hedionda, pero Krankeit apretó el gatillo de nueva cuenta.
La bala penetró en uno de los ojos de la bestia, destrozando su cerebro y matándolo finalmente.
Todo quedó en profundo silencio después. La pequeña máquina del tiempo gritó a su manera,
con un zumbido profundo y metálico. Sobresaltado, Krankeit contempló con horror como el artilugio
comenzaba a desmoronarse poco a poco. Como si un terrón de polvo deshecho por el viento se tratara,
la máquina desapareció con lentitud, quedando en su lugar el vacío más completo. Por un momento
Krankeit quedó en shock, pero eso duró poco, puesto que no pudo evitar llorar de pánico al ver que él mismo
se desintegraba. Manos, piernas, brazos…su cuerpo se deshacía inevitablemente, hasta que no quedó
absolutamente nada. En la llanura silenciosa, sólo permanecieron los insectos, que quedaron destinados
a dominar la tierra desde ese momento. Miles de años de civilización humana se desintegraron con
Roger Krankeit. Con su pesado revólver .45, había matado al primer antepasado del hombre.