Pocos creían que el ELN fuera a participar en un proceso de paz. Después de años de frustradas negociaciones no se veía luz al final del túnel.
Sin embargo, la semana pasada sucedió. El anuncio, hecho desde la Cancillería venezolana, tuvo una recepción mixta.
Para algunos podía significar el capítulo final que le faltaba al proceso de paz, y para otros otra muestra
de que en ese proceso hasta ahora hay más ilusiones que realidades.
El escepticismo obedecía a que el periodo exploratorio se había prolongado demasiado
y los contactos con ese grupo subversivo estaban congelados desde hacía seis meses.
El último desacuerdo tuvo que ver con la escogencia de la sede para la etapa formal.
Desde septiembre pasado ya estaba terminada la agenda de seis puntos que fue anunciada la semana
pasada en la Casa Amarilla, sede del Ministerio de Relaciones de Venezuela, en Caracas.
Pero el gobierno colombiano insistía en que la negociación formal se llevara a cabo en
Ecuador y el grupo guerrillero se arranchaba en que debía hacerse en Caracas.
La fórmula final, que permitió el postergado banderazo, fue la de hacer la ceremonia de
lanzamiento en Caracas y la apertura de la mesa de negociación en Quito,
con posteriores rotaciones no solo entre estos dos países sino también en Cuba, Chile y Brasil.
Más que la definición de esta fórmula, sin embargo, el proceso de paz entre el gobierno
y el ELN se inicia porque les conviene a las dos partes.
El presidente Santos siempre se ha referido a la búsqueda de un fin integral del conflicto armado,
y al avance con las Farc le quedaba una pata coja sin un avance en la negociación con el ELN.
La apertura de la mesa era un pendiente para el gobierno. En la otra esquina, al grupo
guerrillero no le beneficiaba quedarse en un tren que iba en contravía de
la historia después del final de la Guerra Fría y que, con los 1.700 miembros que tiene hoy,
carecía de viabilidad como grupo insurgente y como alternativa de poder.
De lado y lado hubo también razones pragmáticas.
El gobierno tiene la capacidad militar para tener a raya al ELN,
pero después de haber invertido en los últimos años sus esfuerzos –particularmente en inteligencia–
en las Farc, medírsele a una guerra frontal contra el ELN
requeriría concentrar todos los recursos en un frente que no había sido hasta ahora el prioritario.
Eso requiere un ajuste que no se hace de un día para otro.
Además, desde hace meses, ese grupo tiene en su cúpula a un porcentaje significativo
de combatientes en Venezuela, donde se protege de la acción del Ejército.
Y en cuanto al ELN, la geopolítica regional ha debilitado su posición. Cuba se ha
concentrado en la normalización de las relaciones con Estados Unidos,
la izquierda ha recibido palizas electorales en Argentina, Bolivia y está débil en Brasil,
y la derrota del chavismo en Venezuela en diciembre fue un campanazo
en el sentido de que el apoyo que hasta ahora ha prestado
el gobierno de la revolución bolivariana puede agotarse.
Arranque difícil
Sin embargo, una cosa es que la apertura del proceso de paz entre el gobierno
del presidente Santos y el ELN sea lógico, y asumido con seriedad por las partes,
y otra, muy distinta, que sea fácil. El arranque demostró que el camino está lleno de espinas.
Para empezar, porque el texto del Acuerdo de Diálogos para la
Paz de Colombia tiene un lenguaje gaseoso y poco preciso. Expresiones como “participación
de la sociedad en la construcción de la paz”, “democracia para la paz”,
y “transformaciones para la paz”, que son los tres primeros puntos de la agenda pactada,
suenan más a lugar común que a una hoja de ruta.
Y ausencias precisas sobre asuntos claves como la dejación de armas
hacen pensar que hay mucho camino por recorrer.
Para la opinión pública, en un momento de escepticismo frente a la solución negociada
de los conflictos por la dilación de la firma de un acuerdo con las Farc,
el texto de la agenda con el ELN no es suficientemente concreto ni refleja las 1.000
horas de negociaciones que se necesitaron para su firma.
La proliferación de países sede genera interrogantes sobre su utilidad, costos y trastornos logísticos.
Pero el mayor baldado de agua fría se produjo por la falta de una declaración
contundente de algún vocero del ELN contra el secuestro.
En su alocución del mediodía del miércoles, el presidente Santos dijo que el inicio del diálogo
formal tendría como prerrequisito la liberación de todos los secuestrados
que están en poder de ese grupo, y la respuesta de Antonio García y Pablo Beltrán,
en declaraciones a los medios de comunicación, fue todo un desafío.
García dijo que no podía aceptar condiciones y Beltrán complementó equiparando al secuestro,
como fuente de financiación, con la ayuda que
Estados Unidos le ha dado a Colombia para la guerra. Todo esto, además, cuando estaban
abiertas las heridas causadas por la liberación de Ramón José Cabrales,
después del pago de un rescate, y de nuevas denuncias sobre personas
capturadas con fines extorsionistas, incluidos menores de edad.
El acuerdo, sin embargo, tiene también aspectos positivos. Por primera vez el
ELN reconoce que el fin de las conversaciones es “terminar el conflicto
armado para erradicar la violencia en la política y propiciar el tránsito del ELN a la política legal”,
como dice el texto firmado por las dos delegaciones.
La inclusión de esta frase fue objeto de meses de diálogos y en anteriores
oportunidades en las que distintos gobiernos se sentaron con representantes
elenos jamás se había llegado a un punto semejante. Ni siquiera después de cinco años de diálogos
durante el gobierno de Álvaro Uribe –dos en fase secreta y tres en etapa pública en La Habana-.
Qué se acordó
De los seis puntos acordados por las delegaciones, encabezadas por Frank Pearl,
jefe de la del gobierno, y Antonio García, cabeza del equipo del ELN,
hay algunos que coinciden, en su enunciado, con la agenda de negociación del
proceso de paz con las Farc: el de víctimas y el del fin del conflicto armado.
Los otros –participación de la sociedad, democracia, transformaciones para la paz
e implementación- también incluyen aspectos que se han conversado o
decidido en La Habana. La mayor diferencia entre las dos agendas se refiere a
que habrá una mayor participación de la sociedad en los diálogos con el ELN.
Este aspecto está, por ahora, enunciado, pero las fórmulas concretas serán objeto
de discusión y, de hecho, con este punto se iniciará el trabajo de la mesa en
Ecuador. Serán distintos, y de mayor importancia, que los foros que se han llevado
a cabo con convocatorias de las Naciones Unidas y de la Universidad Nacional
sobre los temas de negociación con las Farc, y que las delegaciones de expertos
que se han encontrado con la Mesa de La Habana. Y obedecen a planteamientos
que el ELN ha hecho desde hace años sobre un proceso que, según este grupo, más que una
negociación con el gobierno, es un diálogo con la sociedad a través de una convención.
La comparación de las agendas con el ELN y con las Farc sugiere que las mayores
diferencias son de forma que de fondo, pero en realidad obedecen a que las
dos organizaciones tienen estructuras muy distintas. Las Farc actúan como
un ejército con estructura de poder y autoridad rígida y obediencia de las bases.
El ELN, aunque también se denomina a sí mismo como ejército, tiene una mayor relación
de colaboradores civiles y, por consiguiente, una menor relación hombres-armas.
Sus frentes practican mecanismos de deliberación que hacen más compleja la toma
de decisiones e incluso la comunicación con las bases. En el programa Semana en vivo,
Joe Broderick –biógrafo del cura Manuel Pérez, legendario jefe del ELN-
dijo que “en el ELN los jefes no dan órdenes sino instrucciones”.
Más allá de las diferencias en la naturaleza de las Farc y del ELN, la gran pregunta es
cómo se van a relacionar los dos procesos. ¿Se mantendrán mesas separadas hasta el final?
¿Se complementarán? ¿Se frenarán los diálogos de La Habana, que están en su recta final,
para esperar acuerdos con el ELN? El hecho de que en la agenda con el ELN aparezcan
temas que ya han sido negociados con las Farc abre oportunidades pero también crea riesgos.
Hay aspectos como el sistema especial de justicia transicional, la verificación
del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, la Comisión de la Verdad, que ya tienen una
configuración precisa, pactada en la Mesa de La Habana.
Y el gobierno no podría crear fórmulas paralelas diferentes para el ELN:
no puede haber dos justicias, dos verificaciones, etcétera. Si los elenos se acogen a ellas, el diálogo podría ahorrarse
mucho tiempo y concentrarse en los elementos prioritarios para este grupo, como la participación de la sociedad.
Pero también hay riesgos. Que el ELN, por ejemplo, quiera reabrir en su mesa discusiones
que ya se han cerrado en la de La Habana, y que impongan un ritmo lento
que contagie al proceso con las Farc y le introduzca demoras adicionales. El gobierno tendrá que
vigilar las dos negociaciones y buscar que los diálogos sean más complementarios que divergentes.
Pero solo una vez comiencen los diálogos se sabrá si los negociadores del ELN aceptan
las fórmulas que vienen de La Habana.
El año pasado los jefes de las dos guerrillas,
Timoleón Jiménez –Timochenko- y Nicolás Rodríguez –Gabino-, se encontraron en Cuba
y desde entonces se especuló si exploraron caminos de convergencia para los
dos procesos. No se puede pasar por alto, sin embargo, que en general las relaciones
entre los dos grupos han sido complejas y hasta conflictivas, sobre todo en
escenarios como Arauca en el que los enfrentamientos llegaron a producir
víctimas entre las dos partes que se habrían aproximado a 1.000.
Los desafíos
Algunos analistas han hablado sobre la consolidación de “un proceso y dos mesas”.
Es decir, que las negociaciones sigan en forma simultánea y paralela con los
dos grupos, pero que haya algún tipo de comunicación entre las dos.
El aspecto central es el del cese al fuego. Si se termina de concretar un acuerdo entre el gobierno
y las Farc para un cese del fuego y de hostilidades, bilateral y definitivo –que se espera
que sea el siguiente paso en La Habana-, el mantenimiento simultáneo de la
confrontación con el ELN puede generar muchos problemas: la dificultad, para la fuerza pública,
de mantener acciones contra los elenos y no contra las Farc (que estarían concentradas),
pero, también, las inquietudes que habría dentro de las Farc por la operación militar del ELN
sin contrapeso en algunas zonas donde competían por el poder regional, como en Arauca.
Un alto al fuego simultáneo, además, podría consolidar el descenso que se ha producido en todos
los índices de violencia causada por el conflicto interno. Sería, de hecho, el fin de la guerra.
Pero el camino para llegar allí también es tortuoso. Sobre todo, porque los diálogos formales con el ELN
se iniciarán con temas como la participación política, que podrían tomar semanas,
o incluso meses, mientras que el proceso con las Farc se encuentra en un punto de definiciones
sobre temas como concentración y dejación de armas, que no dan mucha espera.
El tiempo, de hecho, es uno de los grandes desafíos que tiene por delante el proceso con el ELN.
La duración de la fase exploratoria no permite mucho optimismo sobre las
posibilidades de un avance rápido en los diálogos. Pero ni el gobierno, ni la opinión pública tienen
mucho margen. Ni siquiera las Farc: la campaña electoral para 2018 comenzará
a sentirse desde mediados de 2017, lo cual establece un límite para definiciones de los miembros
de los dos grupos armados que eventualmente vayan a participar. Y de paso,
para el gobierno, la hipótesis de una competencia electoral con negociaciones abiertas con el ELN
(asumiendo un acuerdo final con las Farc) podría generarle muchos dolores de cabeza.
¿Son conscientes los elenos de que no tienen el tiempo que tuvieron las Farc? ¿Hubo avances en la
fase exploratoria que no se reflejan en el texto del acuerdo anunciado la semana pasada?
El atasco más complejo, sin embargo, es el escepticismo de la opinión pública.
En su largo proceso en La Habana, las Farc han aprendido lecciones. Del lenguaje
y actitudes de Iván Márquez en su discurso de lanzamiento en Oslo, al tono que ahora usa Timochenko,
hay un largo trecho y hoy es mucho más constructivo.
Las declaraciones de Antonio García y Pablo Beltrán sobre el secuestro han sido ofensivas
y les dan munición a quienes no son partidarios de la solución política
de los conflictos armados. Diversas voces de la izquierda –Antonio Navarro, León Valencia-
han señalado que la confianza de la opinión pública sobre el nuevo
proceso de paz depende, en buena medida, de afirmaciones y acciones contundentes
por parte de la cúpula elena contra el secuestro. ¿Son conscientes García
y Beltrán del momento político? ¿Están dispuestos a sintonizarse con la opinión pública?
El diálogo con el ELN es necesario. Forma parte de una tendencia evidente y esperanzadora
hacia el fin de la lucha armada y su reemplazo por la acción política legal.
Facilita la etapa final y la implementación de los acuerdos con las Farc. Es coherente para
un gobierno que se ha jugado –ahora sí en forma definitiva- su legado histórico
en la búsqueda de la paz. Y, sobre todo, le permite a Colombia dejar atrás un ciclo de violencia
doloroso e inútil y le abre, en cambio, la oportunidad de una reconciliación.
Pero no será fácil. Si se compara el momento actual con aquel en el que arrancó el diálogo
con las Farc, el gobierno de Juan Manuel Santos es más débil y
la polarización política se ha incrementado. El apoyo y el consenso hacia los diálogos es menor.
Y el tiempo corre. El fin de la confrontación con el ELN es posible,
necesario y conveniente, pero enfrenta obstáculos que se pueden vencer, si hay voluntad y claridad
sobre cómo hacerlo. Es necesario moderar el optimismo, pero también el pesimismo.