Las directrices morales son fruto de evoluciones individuales y sociales, sin intervención metafísica alguna. Los niveles de fe y ética individuales solo los puede conocer la persona misma, y la expresión que él o ella haga de su propia decencia suscita siempre signos de interrogación. La religiosidad y la conducta grupales, por otra parte, son ‘calculables’ mediante eventos o señales externas medibles. La primera puede estimarse mediante sondeos estructurados y la asistencia a las iglesias. La segunda puede obtenerse de encuestas formales y de estadísticas oficiales.
Esta nota repasa dos indicadores sociales -la corrupción pública, a nivel mundial, y el índice de asesinatos, en el caso de Estados Unidos-, relacionándolos ambos con las correspondientes mediciones de religiosidad. Las cifras así obtenidas deberían darnos una relación de causa a efecto, si existiera, entre las creencias religiosas y la moralidad de grupos humanos.
Comencemos con la corrupción pública. Transparencia Internacional, una organización no gubernamental que lucha contra esta epidemia en el ámbito mundial, publica cada año su índice de percepción de la corrupción (IPC), una medición, en una escala de 0 a 100, de los vicios y abusos en el sector gubernamental de cada país.Un IPC de 100 representaría un comportamiento inmaculado que ningún país alcanza. Dinamarca, Suecia, Holanda y Noruega, cuatro culturas de muy baja religiosidad, aparecen entre los seis primeros puestos de la clasificación, con índices entre 87 y 91.
Un IPC inferior a 50 corresponde a naciones cuyo sector público es supercorrupto. En esta lamentable calificación se encuentran 115 países, de los 170 tabulados, incluyendo 17 de los 20 muy cristianos países latinoamericanos. La devota Colombia aparece en un deshonroso puesto 83, con un IPC de 37.
Los creyentes podrían argumentar que la corrupción tercermundista proviene de la misma pobreza y que la participación religiosa disminuye cuando aumenta el ingreso per cápita. Por esta razón, la segunda comparación la hacemos dentro de un mismo país, en este caso Estados Unidos, el más rico del planeta.
La variable escogida para este análisis es la tasa de asesinatos, otra medición de desbarajuste social, en Alabama, Luisiana, Arkansas, Misisipi, Carolina del Sur y Tennessee, seis estados que están entre los ocho de la Unión con mayor asistencia semanal a las iglesias. Alabama, Luisiana y Arkansas, además, figuran entre los cinco estados con la mayor proporción de protestantes evangélicos blancos.
Paradójicamente, estas seis devotas regiones se encuentran entre los 13 estados con el mayor índice de asesinatos en Estados Unidos; Luisiana, Misisipi y Carolina del Sur ocupan respectivamente el primero, segundo y cuarto lugares, en tan lamentable escalafón. En el otro extremo, los cuatro estados menos religiosos -Massachusetts, Nueva Hampshire, Vermont y Maine- aparecen entre los ocho estados con las tasas más bajas de asesinatos.
Las creencias y prácticas religiosas no han conducido ni a Gobiernos más honestos en Latinoamérica ni a un menor número de asesinatos en varias regiones predominantemente creyentes de Norteamérica. Tampoco la incredulidad de los cuatro países europeos mencionados ha generado corrupción ni la irreligiosidad de cuatro pacíficos estados norteamericanos los ha llevado a la violencia.
La conclusión es entonces clara: moral y moralidad son asuntos humanos. La presencia de la fe no engendra por sí misma ni decencia ni paz sociales; su ausencia tampoco conduce ni al aumento de la corrupción ni a incrementos en la tasa de homicidios.