EL EMIGRANTE
Cuando en el viejo continente las cosas se pusieron difíciles y había guerras y había hambre y había desocupación, los hombres más decididos hacían grandes sacrificios para aventurarse hacia nuevos mundos en busca de paz, comida y trabajo.
El caso fue que, llegados a la tierra de promisión, los problemas fueron otros y de nuevo faltó el pan o las enfermedades les agotaban las fuerzas. Cuando esto ocurría, en el país que con dolor habían dejado, el sol salía puntual y tibio, crecía el trigo, mejoraban los semblantes y la gente reía.
Informado tardíamente, el emigrante regresaba de nuevo a su patria, ilusionado aunque cansado por la natural demora de un viaje de miles de kilómetros, en medios de transporte muy lentos y peligrosos, además del tiempo previamente gastado en ahorrar el costo del viaje, lo cual se conseguía a costa de mucho esfuerzo y sacrificio. A su llegada, años después, lo recibían el hambre, la peste y las guerras intestinas.
De nuevo entonces, con lágrimas decía adiós a su pueblo natal, en busca de horizontes prósperos, cada vez con mayor dolor y grandes dificultades. Pero, sintióse iluminado cuando pensó que la cuestión no era viajar ininterrumpidamente hasta el destino final, sino hasta un poco antes, de manera que tuviera tiempo de devolverse y disfrutar del tiempo de bonanza en el sitio opuesto al cual se dirigía. Solo así lograría estar en el sitio indicado, en el momento apropiado.
Así, cuando iba rumbo al Oeste, antes de llegar, apuraría su regreso al Este, aunque sin lograr el destino final, pues debería volver al Oeste antes de que fuera tarde y hubiera pasado el renacer económico.
Sin embargo, surgió una situación curiosa, pues si bien es cierto que ahora duraba mucho menos tiempo en cada viaje inconcluso, no era menos verdad que en cada viaje no llegaba a ninguna parte.
Y continuó así por bastantes años, cada vez con viajes más cortos, hasta que finalmente quedó varado en un punto equidistantes de las anheladas tierras de promisión, en medio del océano.
JUANITA
|