REALIDAD Y FANTASIA
Hace años un amigo, llamémoslo Pedro, mago aficionado que disfrutaba sobremanera sus propios shows, contó algo que me puso en duda su cordura. En alguna actuación, Pedro dizque ejecutó ante una audiencia numerosa un truco sorprendente que le ganó una gran ovación. No recuerdo los detalles de la artimaña -lo que hizo surgir, cambiar o desaparecer- pero el comentario final de su cuento fue inusitado: “Yo no sé cómo lo hice”. Por su expresión y su tono, Pedro tenía certeza absoluta de poseer poderes sobrenaturales.
¿Hace daño el ilusionismo? La respuesta desprevenida es negativa: Los espectáculos de los magos son siempre entretenidos. Pero… ¿Existen poderes sobrenaturales? ¡No! Levitación, adivinación, telepatía, telekinesia, sanación energética y compañía son charlatanería. ¿Por qué tantas personas creen en ellas? Porque una distorsión en sus modelos mentales ha alterado su percepción de la realidad.
Pedro abandonó la magia pero su historia ilustra el recorrido inicial que casi siempre transitan todos los misioneros mágicos. Christopher French, especialista británico en el estudio de los denominados fenómenos paranormales, sostiene que la gran mayoría de las personas que dicen ser psíquicos están convencidas de que, en verdad, lo son.
La evolución es comprensible para los avispados que obtienen utilidades de su propia cháchara pero ¿cómo se origina o de dónde proviene la ingenuidad de sus fieles partidarios? Las trampas a grupos, cuando van más allá del entretenimiento, son delitos sociales que no se propagarían si no fuera por la ‘complicidad’ cándida -por el autoengaño- de los seguidores incautos.
En la obnubilación individual la realidad resulta alterada, literalmente ‘nublada’, y las cosas las vemos diferentes. “Nada es verdad ni mentira: Todo es según el color del cristal con que se mira”, escribió Ramón de Campoamor, el poeta español del siglo XIX. Por lo general ‘nuestro cristal’ nos lo tiñen desde afuera, sin que siquiera nos demos cuenta. Nuestras preferencias por las creencias sin complicaciones, en contraposición a razonamientos exigentes de análisis, nos han sido sembradas desde nuestra infancia.
Según un estudio publicado en la revista ‘Cognitive Science’ en el 2014, las historias religiosas, cargadas de protagonistas fantásticos, que nos enseñan durante nuestros primeros años podrían disminuirnos la capacidad para diferenciar entre personajes reales y figuras ilusorias -entre realidad y fantasía- en la vida corriente. Aunque el estudio admite la posibilidad de factores adicionales que sin intención pudieron haber sido excluidos del alcance, todos reconocemos ‘grados de ingenuidad’ tanto en nosotros mismos como entre nuestros allegados. (Conozco un ateo que ‘ingenuamente’ le tiene temor a la invocación de espíritus en la tablita ouija).
Si lo quisiéramos hacer, el ajuste de nuestros modelos -el cambio de color a nuestro cristal- debe ocurrir en tres pasos: identificación, observación y modificación. La identificación es el reconocimiento de los mitos que nos grabaron en la cabeza, sin que nos diéramos cuenta, nuestros padres, nuestros maestros y, en general, la cultura misma donde crecimos.
A la identificación le sigue la vigilancia, la observación imparcial de los efectos de las creencias que desde niños se convirtieron en verdades irrefutables, fueran metafísicas (santos, ángeles, demonios…), folclóricas (brujas, duendes, apariciones…) o ideológicas (dogmas, partidos, afiliaciones…). Después de la identificación y la observación imparcial, la tercera etapa, la modificación, el reajuste de los modelos mentales, deberá ocurrir más o menos espontáneamente.
En resumen: Nuestras creencias de cualquier índole, nuestras opiniones preconcebidas, imposibles de verificar como ciertas, nos obnubilan la razón y nos deterioran la capacidad de análisis. No es que nos volvamos brutos… ¡No! Abundan los genios que son fanáticos de religiones o de ideologías. Es la libertad de escoger las premisas sobre las cuales vamos a reflexionar la que es ‘maniatada’ por las creencias. Seguimos siendo inteligentes pero sesgados en los juicios y selectivos en lo que queremos considerar.
El verbo ‘reflexionar’ proviene de ‘reflexión’, la acción de retornar imágenes que caracteriza a las superficies brillantes y lisas. Las creencias, como opiniones preconcebidas que son, nos opacan y ensucian el espejo mental que, sucio y manchado, deja de reflejar aquellas verdades que de otra manera nos resultarían obvias. Y también nos enturbian el cristal con el que estamos mirando el mundo.
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde occidente”