Un insurrecto había sido condenado a morir en la horca. El hombre tenía a su madre
viviendo en una lejana localidad y no quería dejar de
despedirse de ella por este motivo.
Hizo al rey la petición de que le permitiese partir unos días para visitar a su madre.
El monarca sólo puso una condición, que un rehén ocupase su lugar
mientras permanecía
ausente y que, en el supuesto de que no regresase, fuera ejecutado por él.
El insurrecto recurrió
a su mejor amigo y le pidió que ocupase su puesto. El rey dio un plazo de siete
días para que el rehén fuera ejecutado si en ese tiempo no regresaba el condenado.
Pasaron los días. El sexto día se levantó el patíbulo y se anunció la ejecución del rehén
para la mañana del día siguiente. El rey preguntó por su estado
de ánimo a los carceleros,
y éstos respondieron:
--¡Oh, majestad! Está verdaderamente tranquilo. Ni por un momento ha dudado de
que su amigo volverá.
El rey sonrió con escepticismo.
Llegó la noche del sexto día. La tranquilidad y la confianza del rehén resultaban
asombrosas. De madrugada, el monarca indagó sobre
el rehén y el jefe de la prisión dijo:
--Ha cenado opíparamente, ha cantado y está extraordinariamente sereno.
No duda de que su amigo volverá.
—¡Pobre infeliz! -exclamó el monarca.
Llegó la hora prevista para la ejecución. Había comenzado a amanecer. El rehén
fue conducido hasta el patíbulo. Estaba relajado y sonriente. El monarca
se extrañó al comprobar la firmeza anímica del rehén. El verdugo
le colocó la cuerda al cuello, pero él seguía sonriente y sereno. Justo
cuando el rey iba a dar la orden para la ejecución, se escucharon los
cascos de un caballo. El insurrecto había regresado justo a tiempo.
El rey, emocionado, concedió la libertad a ambos hombres.
*El Maestro dice: Deposita en tu capacidad de libertad interior
la confianza del rehén y el camino te
conducirá a la meta más alta.