Todos sabemos los significados de las expresiones ´vida´ y ´vida humana´ porque somos un buen ejemplo de ambas. Puede que ignoremos su origen y su funcionamiento, pero tenemos claro que la vida humana es la maravilla biológica que experimentamos: Usted siente la suya, yo siento la mía. Por diferentes que sean nuestras vivencias, usted y yo tenemos equivalentes ideas del ‘significado’ de ‘estar vivo’.
Sin embargo, si llevamos la palabra a un nivel más abstracto -¿cuál es el ‘significado’ de mi vida?-, el asunto se complica, y bastante. Tal pregunta se la han hecho los seres humanos -nuestros antepasados remotos, usted y yo- desde cuando adquirimos consciencia y nos dio por sentarnos a reflexionar: ¿Para qué estamos aquí?
En la búsqueda de respuestas, los pensadores han planteado diversas conjeturas originadas en la obstinada lógica que solemos utilizar. En contraposición, los animales y las plantas, que no razonan, simplemente viven su vida. Si la disfrutan o la sufren, todavía no lo han comentado.
El biólogo Richard Dawkins sostiene que no hay diferencia: El propósito de la vida de cualquier ser vivo -vegetal, insecto, vertebrado o persona- es habilitar a su organismo como máquina de supervivencia de las cadenas moleculares de ADN en su interminable proceso de multiplicación. Expresado con menos erudición, estamos aquí para asegurar la permanencia de la especie. No hay diferencia entre el objetivo de la vida nuestra y el de las mariposas monarca, la ballena azul o las palmeras de Cartago; de forma cruda, la vida humana carece de propósito o sentido particulares.
¿Existen otras interpretaciones menos frustrantes? Dejando de lado los enfoques religiosos, el sentido de ‘mi’ existencia no puede surgir de análisis racionales o de las leyes conocidas del universo; si hubiera alguna teoría diferente a la posición escéptica del biólogo inglés, ya los filósofos la habrían postulado o los científicos la habrían descubierto.
El rumbo de ‘mi’ vida no se revela con encefalogramas o escáneres, ni proviene de evaluaciones de las oportunidades ‘allá afuera’ versus mis habilidades ‘acá adentro’. Tampoco ayudan los cuestionarios de personalidad y no hay destinos predefinidos en cartas astrales ni karmas por consultar a maestros espirituales. Para mi viaje terrenal no hay instrucciones que señalen la ruta a seguir. “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”, dijo bellamente Antonio Machado.
El mapa de nuestro recorrido se dibuja espontáneamente, de instante en instante, en el silencio de la mente, mientras permanecemos conscientes de la vida a medida que desenvuelve. Cuando no es así, entre especulaciones y ruidos intelectuales, nos invaden todos los condicionamientos (las formaciones mentales que define el Buda) -deseos desordenados y adicciones, aversiones y fobias, afiliaciones intransigentes y discriminaciones- que nos ha sembrado nuestra cultura y, peor aún, que nos han engranado los medios y la publicidad. El ‘sentido de la vida’ que de allí resulta gira alrededor de cacerías permanentes de cosas (riqueza, poder, cielo, conocimientos, satisfacciones…) o de evasiones interminables de sus opuestos (pobreza, incapacidad, infierno, ignorancia, reveses…).
¿Cómo paramos las formaciones mentales? ¿Cómo acallamos la mente? Observándola… Atentamente, plenamente, imparcialmente, enseña el Buda. Cuando a la inquieta cabeza le preguntamos lo que anda haciendo, ‘ella’ se calla. (¿En qué está usted pensando? En nada). Entonces podemos tomar consciencia de la respiración, del cuerpo, de las sensaciones… Esto, tan fácil y tan engorroso, es la atención total que, con la práctica continua de la meditación, podemos convertir en costumbre.
La creatividad de los grandes novelistas parece permitirles saltar por encima de la lógica corriente, quizás porque metiéndose en la cabeza de sus inventados personajes, silencian sus propias formaciones mentales, pudiendo así reconocer verdades que nuestras inteligencias condicionadas pasan por alto. Define el novelista norteamericano Henry Miller: “El objetivo de la vida es vivir, y vivir significa estar consciente -gozosamente, embriagadoramente, serenamente, divinamente consciente-”.
Cuando el crudo y lujurioso escritor mecanografió tan mística frase (Trópico de Capricornio - 1939), la meditación de atención total para fortalecer nuestra facultad de estar presentes, de la que tanto hablamos ahora, era desconocida en occidente. Concluye entonces este columnista: Si en una declaración alrededor de un tema tan complejo se aproximan el magistral Buda y el controversial Henry Miller, dos figuras tan contrapuestas, pues por los lados de sus coincidencias debe anGdar el propósito de la vida
Gustavo Estrada
Autor de ‘Hacia el Buda desde el occidente’