Hay un asunto en el cual la Biblia y la ciencia, con cierta dosis de flexibilidad, parecen estar de acuerdo. “En el principio existía solo oscuridad y entonces creó Dios los cielos y la tierra… y la luz” (Génesis 1.1-1.3). No había nada, pero sí había ‘alguien’. Según la ciencia, en el comienzo también había oscuridad y un punto de densidad infinita, a una descomunal temperatura, que hace 13.800 millones de años explotó para ir creando e iluminando los espacios que con tan formidable expansión aparecían. Tampoco había nada excepto un ‘alguito’. Aquí terminan las coincidencias de religión y ciencia en cuanto al origen del cosmos… Y arrancan los desacuerdos entre científicos.
Comencemos con geometría básica en un experimento de pensamiento. Si, en nuestra imaginación, papel, lápiz y regla en mano, volamos hacia
atrás, la mente, que puede viajar en el tiempo y más rápido que la luz, nos permitirá llegar hasta el instante y el sitio mismos del ‘big bang’, y pasar derecho. Sin ninguna dificultad, quince mil millones de años atrás podremos sentarnos a dibujar un triángulo rectángulo con cuadrados en cada uno de sus tres lados. Al igual que en la Grecia de Pitágoras y sin lugar a dudas, el cuadrado de la hipotenusa, el más grande de los tres lados, tendrá un área igual a la suma de las áreas de los otros dos. ¿Existían los triángulos antes del ‘big bang’? Yo pienso que sí.
Galileo consideraba que las matemáticas eran el lenguaje del universo. Albert Einstein, casi tres siglos después, se sorprendía de la forma tan precisa como la ciencia de los números explicaba todo lo cuantificable. Él mismo produjo en sus teorías de la relatividad diversas formulaciones teóricas que tomaron años para ser verificadas mediante experimentos. Las ondas gravitatorias en el espacio-tiempo, observadas por primera vez recientemente, son ejemplo perfecto del poder de las matemáticas para representar la realidad… Mucho antes de haberla visto o tocado.
Ya en el tercer milenio, el cosmólogo Max Tegmark está sorprendiendo, a científicos y profanos por igual, con su hipótesis de que nuestra realidad física es una estructura matemática. “El universo físico no tiene algunas propiedades matemáticas; el universo es matemáticas”, sostiene este sueco-americano. Y agrega: “Voy más allá: las matemáticas no solo describen la realidad; ellas son su esencia”.
Una pregunta se torna casi obvia: si las matemáticas están en todas partes y no solo describen la realidad sino que son su esencia, y si los triángulos, los círculos, los logaritmos, las ecuaciones, pi, los senos y los cosenos, la velocidad de la luz, las otras constantes físicas de la ciencia… son eternas, ¿no será que las matemáticas son una especie de dios o una alternativa física ‘entendible’ a los otros dioses metafísicos incomprensibles?
¿Se atrevería usted, amable lector, a plantearse tal pregunta? Si su respuesta es afirmativa, lo más probable es que usted en la escuela nunca tuvo problemas con el álgebra o la geometría; es más, tales asignaturas le gustaban. Si su respuesta, en cambio, es negativa, pues, probablemente, usted sacaba buenas notas en religión; creer siempre es más fácil que calcular.
Queremos cerrar el tema mencionando otra importante convergencia entre religión y ciencia que gira, no alrededor de eventos particulares, sino de un individuo sobresaliente. El primer científico en sugerir la expansión del cosmos en 1927 y el comienzo de tal expansión a partir un punto inicial en 1931, fue Georges Lemaître, físico y astrónomo belga, quien primero se doctoró en ingeniería (1920) y luego se ordenó sacerdote católico (1923). El doctor y monseñor Lemaître llamó ‘átomo primitivo’ al tal puntico inicial. La religión y las matemáticas no parecen haber tenido conflicto alguno en el cerebro de este brillante científico. Sin intentarlo, también nos mostró que se puede creer y desarrollar ecuaciones que contradigan nuestras creencias.
COMPARTIDO CONMUCHO AMOR,
MACHI V