Cada funcionario, cuando aprueba un desembolso, debería preguntarse: ‘¿es esta transacción moral?’.
El índice de percepción de la corrupción (IPC) es una medición de los vicios y abusos, en el sector gubernamental y en todos los países del planeta, que publica anualmente Transparencia Internacional, una organización no gubernamental. El IPC utiliza una escala de cero (pésimo desempeño) a cien (comportamiento ideal); Uruguay y Costa Rica son los únicos países latinoamericanos con IPC superior a 50. La calificación de Colombia en el 2016 fue 37, puesto 90 entre 178 países.
Tal resultado, una especie de tarjeta roja que, por juego sucio, saca al país de la ‘cancha de la decencia’, refleja podredumbre. Para intentar corregir el mal, diversos estamentos de la sociedad han propuesto algunas alternativas que en teoría impulsarían la recomposición social: ¿Una corte adicional? ¿Un referendo? ¿Una reforma constitucional? Estas propuestas, con certeza bien intencionadas, colocan el parche donde no se encuentra el dolor. En Colombia falta liderazgo moral.
En cualquier colectividad, los procedimientos ‘mejor diseñados’ de control resultan inútiles si quienes están al mando son deshonestos o se cubren sus narices para ignorar la fetidez. Los grupos necesitan dirigentes que sean faros de decencia. La conducta correcta de los presidentes, gobernadores, alcaldes y dirigentes de los partidos políticos, así como la de los gerentes de todas las organizaciones públicas y privadas, es la pauta del comportamiento decoroso de cualquier sociedad.
La moral va más allá de procedimientos y regulaciones. Una acción es legal cuando se enmarca dentro de lo que está prescrito por la ley. Una acción es moral cuando está conforme con las normas que una persona tiene del bien y del mal. Lo legal se origina ‘afuera’, con base en lo que las leyes vigentes establecen. Lo moral proviene de ‘adentro’, del fuero interno de cada individuo.
No todo lo legal es moral. Expliquemos esto con un ejemplo, oportuno a pesar de lo trillado. En septiembre del 2016, Colombia celebró con lujo y derroche la culminación de la larga negociación del acuerdo de paz que acabaría con interminables años de violencia. La fiesta para la firma del documento final, con 2.500 invitados, costó más de 4.500 millones de pesos.
En la contratación de los servicios del evento seguramente no hubo fraudes ni pagos por debajo de la mesa, y las autorizaciones para los desembolsos estuvieron, supongo, dentro de los niveles de aprobación de la oficina de la Presidencia. Sin duda alguna, todo el proceso fue legal… Pero tal despilfarro no fue moral. Y no puede serlo en un país donde permanentemente mueren niños por desnutrición y fallecen enfermos en las puertas de los hospitales.
El tratado de paz era una patriótica aspiración. Su finalización, sin embargo, bien podría haber sido un acto de humildad, no uno de arrogancia. Yo no asisto regularmente a ceremonias religiosas, pero sí voy con frecuencia a conmemoraciones de transiciones humanas –bautizos, comuniones, matrimonios, sepelios–. Siempre me siento reconfortado en el momento en que los desconocidos de la banca de adelante me dan la mano y me dicen que “la paz esté con usted”, saludo que correspondo con regocijo.
Algo así pudo haber sido la ceremonia para la firma del Acuerdo de Paz en Cartagena, quizás durante una misa en la iglesia de San Pedro Claver, patrono de los esclavos y defensor de los derechos humanos. “La paz esté con usted, señor Presidente, y con todo el país que usted representa”, podría haber expresado el comandante rebelde; “la paz esté con usted, señor Londoño, y con su grupo sedicioso que va a abandonar las armas”, respondería el presidente Santos. No hubiera sido una pomposa celebración, pero sí un ejemplarizante evento. La gran fiesta de Cartagena no fue, de ninguna manera, muestra digna del liderazgo moral que requiere la sociedad colombiana.
Los problemas de la corrupción comienzan en los dirigentes. Cada funcionario, cuando va a aprobar cualquier desembolso que ya ha pasado por todas las revisiones de rigor, debería hacerse una pregunta sencilla: “¿es esta transacción moral?” Mejor aún sería si el cuestionamiento lo hiciera desde el comienzo mismo de cada iniciativa. Las acciones decorosas resultantes de la sumatoria de respuestas honestas sí acabarían, sin lugar a dudas, con los olores podridos que rondan a cualquier gobierno.
GUSTAVO ESTRADA
Autor de ‘Hacia el Buda desde Occidente’
COMPARTIDO CON MUCHO AMOR,
MACHI V