Aquel fiel criado aguantaba las impertinencias de su viejo patrón,
por la promesa de que
“estaba presente en su testamento”.
Así pasaron largos años, llenos de amarguras y vejaciones,
soportadas con la esperanza de la herencia prometida.
Cuando finalmente murió aquel hombre, y el testamento fue leído,
el pobre sirviente descubrió que lo que su señor le había dejado era “el honor de, al morir,
ser enterrado en el cementerio de la familia”. Eso era todo.
Pienso que el desilusionado hombre hubiera preferido quinientos dólares en vida,
a todos los honores del mundo,
después de muerto. Bien dice el dicho:
“Vale más una flor para el que está vivo,
que una corona completa para el que se ha ido”.