En mi infancia era bastante habitual
leer historias sobre niños protagonistas de alguna gesta heroica.
Edmondo de Amicis, por ejemplo, hizo llorar a varias generaciones con
sus cuentos. Su libro Corazón recoge historias en las que, bajo títulos
como El pequeño patriota padano o El tamborcillo sardo, se narran las
gestas de niños muertos por alguna causa patriótica o víctimas de las
injusticias de la época. De ellas, la única que ha sobrevivido al paso
del tiempo es De los Apeninos a los Andes, que todos conocemos en su
versión televisiva y convenientemente tuneada como la historia de Marco y
su mono, Amedio. De este asunto del tuneo de cuentos infantiles ya
hemos hablado en alguna ocasión. Lo moderno (o modelno) es creer que a
los niños hay que evitarles historias de injusticias o de cosas feas
hasta tal punto que incluso los malvados de los cuentos se han vuelto
buenos (por no decir lelos) para que todo sea para bien en el mejor de
los mundos. Tal vez por eso y porque hasta que la crisis asomó su larga
sombra llevábamos unos años viviendo en Disneylandia (incluidos los
adultos, que cada vez estamos más infantiles), hacía tiempo que no se
hablaba de niños heroicos. Demasiado ocupados estábamos todos el
fenómeno no es español, sino general en perseguir quimeras ricachonas. Y
por supuesto los niños no eran una excepción. Lo único que les
preocupaba era tener la última videoconsola o cuándo iban a darles
permiso sus padres para hacerse un piercing. Y, si se les preguntaba qué
querían ser de mayores, en vez de contestar que bombero o astronauta,
decían que famoso, como si fuera eso una profesión y no la consecuencia
de algún mérito. Sin embargo, las vacas flacas tienen al menos una
ventaja, lo bajan a uno de la nube y de un guantazo, además. Tal vez por
eso recientemente han surgido historias ejemplarizantes de niños en
este caso, de niñas que conmueven a todos. Una es la historia de Malala,
esa muchacha pakistaní, bloguera de la BBC y defensora de los derechos
de las niñas en su país, que fue tiroteada por unos talibanes. La otra
es la de Amanda Todd, que, como las heroínas de siglos pasados, perdió
la vida, pero tal vez su muerte sirva para evitar muchas otras. Hablo de
esa adolescente canadiense que contó en Internet su historia antes de
suicidarse. El relato de cómo con doce años se convirtió en víctima de
ciberbullying cuando alguien decidió colgar en Internet fotos de ella
desnuda. Si las historias de De Amicis hablaban de gestas patrióticas y
de injusticias sociales, las del siglo XXI hablan de intransigencia
religiosa y de acoso. Cada época tiene sus víctimas y también sus
mártires y, cuando se trata de niños, los casos deberían al menos servir
para lo que siempre han servido las historias heroicas. De ejemplo, de
reflexión, de espejo. El otro día vi en la tele que alguien ha tenido la
iniciativa de introducir en sus clases de primaria la Filosofía como
asignatura. Sentados en corro, alumnos de nueve o diez años son
invitados a hablar de las grandes cuestiones. No solo qué somos, de
dónde venimos y adónde vamos, sino de la muerte, el racismo o la
injusticia. Me parece una iniciativa inteligente y digna de ser imitada.
Primero porque enseña a pensar, y segundo porque va en contra de esa
tontuna moderna de evitarle a los niños el lado feo de la vida. A mí
este asunto de hacer creer a los jóvenes que todo el mundo es bueno, me
parece igual de imbécil que cuando antes se les decía que los niños
vienen de París. Si entonces se les quería escamotear la parte fea de la
biología, ahora se trata de esconder la parte oscura del comportamiento
humano. Resultado: los niños de ahora saben que no vienen de París,
pero creen que esto es Jauja o Eurodisney. ¿No sería mejor dejar de
mentirles de una vez? ¿Decirles que en el mundo hay niños como Malala y
Amanda que viven y mueren como adultos? No para que lloren como nosotros
con los cuentos ejemplarizantes de De Amicis, sino para que sepan qué
se van a encontrar cuando crezcan. Al fin y al cabo eso es educar,
enseñar a vivir, digo yo.