El padre Pedro Opeka tenía apenas 22 años cuando, como flamante misionero de la congregación de San Vicente de Paul, llegó en 1970 a Madagascar, uno de los diez países más pobres del mundo, con el 71 % de la población por debajo de la línea de la pobreza y una expectativa de vida menor al medio siglo. Tras pasar dos años, regresó a su país y, ni bien se ordenó sacerdote en la basílica de Luján, en 1975, volvió y se radicó definitivamente.
Hijo de eslovenos llegados a la Argentina tras la Segunda Guerra Mundial, no tardó en sumar a su labor religiosa allí la promoción social, al ver a tanta gente viviendo en condiciones infrahumanas en las calles y los basurales, con niños peleando con los cerdos por un trozo de comida.
Enemigo acérrimo del asistencialismo, decidió ayudar a los pobladores a salir de la pobreza con su propio esfuerzo. Fundó la Asociación Humanitaria Akamasoa (que en lengua malgache significa “Los buenos amigos”), consiguió tierras fiscales y ayuda económica para comprar materiales y herramientas y –con la ventaja de haber aprendido el oficio de albañil de su padre- levantó con los futuros habitantes cinco pueblos donde viven más de 20 mil personas. Además, logró que miles de chicos asistan a la escuela y otros miles de personas trabajen en emprendimientos que puso en marcha. A la vez que medio millón recibió apoyo en su centro de acogida.
-¿Cuál es su fórmula para salir de la pobreza?
-Trabajo, disciplina y honestidad. Y respeto: no decir una cosa y hacer otra. El trabajo dignifica y hace sentir bien porque uno ha creado algo con sus manos, gracias a su capacidad y talento.
COMPARTIDO CON MUCHO AMOR,