Un día, una pequeña abertura apareció en un capullo; un hombre se sentó y observó por varias horas como la mariposa se esforzaba para que su cuerpo pasase a través de aquel pequeño agujero. Al cabo de un tiempo, pareció que ella ya no lograba ningún progreso. Que había ido lo más lejos que podía en su intento y que no podría avanzar más.
Entonces el hombre decidió ayudar a la mariposa: tomó unas tijeras y cortó el resto del capullo. Así, la Mariposa salió fácilmente.
Pero su cuerpo estaba atrofiado, era pequeño y tenía las alas aplastadas.
El hombre continuó observándola porque esperaba que, en cualquier momento, sus alas se abrirían, se agitarían y serían capaces de soportar el cuerpo, el que a su vez, iría tomando forma. ¡Nada ocurrió!
En realidad, la mariposa pasó el resto de su vida arrastrándose con un cuerpo deforme y alas atrofiadas. Ella nunca fue capaz de volar.
Lo que el hombre, en su gentileza y voluntad de ayudar, no comprendía, era que el capullo apretado y el esfuerzo necesario para que la mariposa pasara a través de la pequeña abertura, era el modo por el cual Dios hacía que el fluido del cuerpo de la mariposa llegara a las alas, de tal forma que ella estaría pronta para volar una vez que estuviera libre del capullo.
Algunas veces, el esfuerzo es justamente lo que precisamos en nuestra vida.
Si Dios nos permitiera pasar a través de nuestras vidas sin obstáculos, seríamos lisiados.
No tendríamos la fuerza que podríamos haber tenido, y nunca podríamos volar.
Pedí fuerzas… y Dios me dio dificultades para hacerme fuerte.
Pedí sabiduría… y Dios me dio problemas para resolver.
Pedí prosperidad… y Dios me dio un cerebro y músculos para trabajar.
Pedí coraje… y Dios me dio obstáculos que superar.
Pedí amor… y Dios me dio personas para ayudar.
Pedí favores… y Dios me dio oportunidades.
“No recibí nada de lo que pedí… pero recibí todo lo que necesitaba