CLICIA
Apolo, hijo de Júpiter, conducía el carro del Sol por los cielos del Universo, iluminando y haciendo posible la vida en la tierra.
Apolo reunía todo cuanto se necesita para ser amado: a las cualidades de su espíritu, se unía la belleza del cuerpo, una voz subyugadora y un porte majestuoso.
No es de extrañar, pues, que una joven ninfa, llamada Clicia, se enamorase de él, en el mismo momento de conocerle.
También Apolo se enamoró de Clicia pero su amor duró mucho menos que el de la ninfa y pronto la abandonó por una nueva conquista.
Inconsolable y desesperada por la definitiva marcha de su amado, la joven se apartó de todo contacto humano y huyó al desierto. Allí, recostada sobre la arena abrasadora, sustentándose apenas con los mas groseros alimentos, bebiendo solo las gotas de rocío del amanecer, esperaba la salida del Sol y la mirada de sus ojos seguía el recorrido de Apolo por el cielo, mientras lloraba amargamente la pérdida de su amor.
Clicia, consumida por el dolor y viendo cercana su muerte, repetía una desesperada súplica a los dioses: que nunca la privasen de seguir viendo el rostro de Apolo. Al fin, los dioses, se apiadaron de ella y cuando Clicia estaba a punto de expirar, la convirtieron en una hermosa flor y le otorgaron la capacidad de mover su gran corola en dirección al punto en el que más brillase el Sol.
Clicia, convertida en Girasol, puede ver todos los días a su amado y así será hasta el fin de los tiempos.
Sakkarah
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